Quiero estar abierto y no
cerrado, vulnerable y no a la defensiva
Hay
una bienaventuranza que me gusta al pensar en la mirada que deseo: “Bienaventurados
los puros de corazón porque ellos verán a Dios”.
El
padre José Kentenich hace una reflexión sobre la misma que me dio qué pensar: “Tenemos
razones para reinterpretar esta bienaventuranza de la siguiente manera: felices
los que ven a Dios porque ellos tendrán un corazón puro. En la medida en que
cultive el trato amoroso y vea en todas partes la acción de Dios. En la medida
en que me acostumbre a ver en la fe a Dios en todas partes, a hablar con Él con
fe y amor. En esa misma medida aumentará no sólo el anhelo, sino la posesión de
la pureza de corazón”[1].
Veo
a Dios y mi corazón se vuelve más puro. Me hago amigo de Dios y tengo una
mirada más como la suya. Es lo que anhelo. Verle y cambiar la mirada. Todo a la
vez. El sueño y la realidad. El anhelo y la plenitud.
Quiero
seguir soñando con que Dios cambie mi mirada, mi corazón duro como una piedra,
mi ceguera que no me deja ver más allá de la superficie.
Por
eso sé que la Cuaresma es una oportunidad que se me concede para aprender a
soñar en grande. No quiero vivir sólo evitando el pecado, intentando no caer en
la tentación. No me gusta esa mirada tan limitante. Quiero algo más. Menos
aburrido. Más apasionante.
Quiero
saltar y creer que Dios sostiene mis pasos cuando me encuentre en medio del
abismo, de la tormenta en el lago. Cuando dude y tiemble. Allí Jesús verá mis
pasos y me dará confianza. Me cambiará la mirada. Sólo entonces será posible
soñar con cambiar el mundo que me rodea.
A
veces creo que no sueño con cosas tan grandes. ¿Acaso he perdido la
ilusión, la confianza y la pasión? ¿Quiero de verdad cambiar la realidad
que a veces me oprime? Sí. Se lo digo a Jesús. Sigo soñando alto. Sigo
creyendo.
Sueño
con saltar aunque me asuste el riesgo. Dejo de lado los miedos, al borde del
acantilado. Dejo tantos seguros que protegen mi vida. Quiero despojarme de
esas ataduras que yo mismo he buscado. Confío en la mano de Dios guiando mis
pasos en medio de las aguas.
Quiero
que mi alma se abra a Dios. Quiero que Él me toque. Quiero vivir enamorado
de Él, de la vida, de los hombres.
A
veces pienso en Dios como alguien exigente y lejano. No es así. Él está
conmigo siempre y enciende mi amor cada día de nuevo.
Leía
el otro día a Pedro Salinas: “El alma tenías tan clara y abierta, que yo
nunca pude entrarme en tu alma. Busqué los atajos angostos, los pasos altos y
difíciles. A tu alma se iba por caminos anchos. Preparé alta escala -soñaba
altos muros guardándote el alma-, pero el alma tuya estaba sin guarda de tapial
ni cerca. Te busqué la puerta estrecha del alma, pero no tenía, de franca que
era, entrada tu alma. ¿En dónde empezaba? ¿acababa, en dónde? Me quedé por
siempre sentado en las vagas lindes de tu alma”.
Veo
así a veces el alma de Dios. Yo quiero entrar en su alma y no quedarme en los
lindes. Quiero llegar lo más hondo que pueda. Me niego a pensar en los caminos
angostos. A Dios se accede por anchos caminos. Caminos de luz y de vida en
medio de los campos.
Quiero
volver a enamorarme de ese corazón de Jesús para el que no necesito escalas. Quiero
verlo. Él me devuelve la pureza perdida, la inocencia olvidada. Él viene a
mí cuando pretendo alcanzarlo. Él está enamorado de mi alma franca.
Yo
sí construyo murallas. Dibujo almenas para proteger mi mundo interior. Para que
no me hieran ni me hagan daño. Jesús me mira como yo no me miro. Y quiere que
viva mi vida con pasión. Me sonríe desde la cumbre cuando recorro el camino que
me lleva hasta su lado.
Cree
en mí, confía en mí y espera que llegue. Es paciente cuando tropiezo y me
enredo en sueños absurdos. No quiere que yo viva aburrido. Ama mi pasión por la
vida. Sé que necesita mis manos y mi voz para hacerse presente. Necesita
mi vida herida, tan pobre, tan vacía.
Ama
mi ancha alma en la que me dice que no puede haber murallas. Porque no hay
riesgos. Sólo necesita que le deje abierta la grieta de mi herida. Entra
por ella cada día. Y dentro espera que yo lo reciba a Él con el corazón
lleno de anhelo y esperanza. Una mirada pura.
Quiero
tener un alma como la que describe Salinas. Sin murallas que la defiendan. Sin
caminos angostos y escarpados para acceder a su centro. Quiero estar
abierto y no cerrado. Vulnerable y no a la defensiva.
Quiero
entregar mi alma para que otros entren en mí, sin miedo, sin sentirse incómodos
o juzgados. Quiero que puedan entrar con paso rápido. Y dejar así su vida en
mí. Como yo la mía en Jesús. Que entren por la puerta ancha que conduce a la
vida. La que dejo abierta siempre.
Porque
no tengo miedo. Ni a Dios cuando me habita. Ni a los hombres cuando entran.
Confío en su poder.
Carlos
Padilla
Fuente: Aleteia