LA PARTERA DE AUSCHWITZ QUE SALVÓ DE LA MUERTE A 3.000 NIÑOS

Es la historia de Stanisława Leszczyńska que ayudaba a las parturientas en el campo de concentración
“Cuando una persona se despierta, por lo general, logra encontrar un sólo zapato. Como llamaban a mi madre por la noche, a menudo corría con una zapatilla puesta. – Recuerda a su madre Bronisław Leszczyński, el hijo de Stanisława Leszczyńska –  Y así también rezaba a la Virgen: ponte al menos una zapatilla, pero ven con tu ayuda. Mamá decía que la Virgen nunca le falló”. 

Con su título dentro de un tubo de pasta de dientes

Stanisława Leszczyńska nació en 1896 en la ciudad polaca de Lodz. Cuando tenía 12 años de edad, sus padres decidieron mudarse a Río de Janeiro. Allí, la niña aprendió portugués y el alemán que muchos años más tarde le salvó la vida.

En 1916 se casó con un empresario de la imprenta de Lodz, Bronisław Leszczyński. Cuatro años más tarde, el matrimonio se trasladó a Varsovia, donde Stanislawa inició sus estudios en la Escuela de Maternidad.

Tuvieron cuatro hijos: Silvia, Bronisław, Stanisław y Henryk. Tras el estallido de la Segunda Guerra Mundial se involucraron en ayudar a judíos, lo que pronto causó la detención de toda la familia por la Gestapo. Dos hijos de ellos fueron trasladados a Mauthausen-Gusen, y Stanisława con su hija fueron enviadas a Auschwitz-Birkenau. Su marido murió en el levantamiento de Varsovia.

Stanisława tuvo mucha suerte. En un tubo de pasta de dientes consiguió pasar unos papeles escritos en alemán que certificaban su oficio de comadrona. A pesar del enorme riesgo que corría, fue a hablar con el doctor Mengele, de horrible reputación, (¡de quien durante toda su vida no dijo ni una mala palabra!) y ofreció su asistencia a las mujeres durante el parto.

Tal y como escribió en El informe de una partera de Auschwitz: “Hasta mayo de 1943 los bebés nacidos en el campo fueron asesinados cruelmente: se les ahogaba en un barril lleno de agua (…). Después de cada nacimiento (…) llegaba a los oídos de las matronas un fuerte sonido de gorgoteo y de salpicaduras de agua, a veces de larga duración. Poco después, su madre podía ver el cuerpo de su hijo tirado frente del barracón y mordisqueado por las ratas”.

Stanisława oyó la orden: tratar a los recién nacidos como muertos. Era de baja estatura, pero supo oponerse al médico. Le respondió: “¡No! ¡No se puede matar a los niños!” Y… asistió a unos tres mil nacimientos. Ni un niño nació muerto. Tampoco murió ni una parturienta. De tales estadísticas ni siquiera podían presumir las mejores clínicas del mundo.

Los niños de la chimenea

La matrona asistía los partos en el conducto de la chimenea ubicado a lo largo del barracón. En lugar de vendas disponía de una manta sucia que se sacudía por la cantidad de piojos que vivían en ella. Las mujeres secaban los pañales colocándolos encima de sus barrigas o en los muslos porque colgarlos en los barracones se castigaba con la muerte.

Stanisława Leszczyńska recordaba: “¡En general, en el barracón había infecciones, mal olor y estaba lleno de todo tipo de alimañas. Había muchas ratas, que se comían las narices, las orejas, los dedos o los talones de las mujeres muy enfermas, agotadas, sin fuerzas y que no se podían mover. (…) Las ratas, engordadas con la carne de cadáveres, crecieron como enormes gatos. (…) Les atraía el olor pestilente de los cuerpos de las mujeres gravemente enfermas que no se podían lavar y para las que no había ropa limpia. El agua necesaria para lavar a la madre y al recién nacido la tenía que conseguir yo misma y para traer un cubo de agua necesitaba unos veinte minutos.”

En el campo de concentración, todos los niños – contra todo pronóstico – nacían vivos, hermosos y gorditos. La naturaleza, oponiéndose al odio, luchaba por sus derechos obstinadamente, a través de unas inagotables reservas de vida.
“Entre esos recuerdos de pesadilla vaga en mi conciencia un pensamiento, es decir, todos los niños nacieron vivos. Su objetivo era vivir. Sobrevivieron en el campo sólo una treintena de ellos. Varios cientos de niños fueron llevados a Nakło con el fin de desnacionalizarles, más de 1.500 fueron ahogados por Klara y Pfani [dos enfermeras alemanas – ed. D.C.], más de 1.000 niños murieron de hambre y frío”.

La Virgen María en camisa de rayas

Las presas llamaban a Stanisława Leszczyńska “la madre” y “el ángel de la bondad”, que – como escribió después una de las madres del campo de Auschwitz, Elizabeth Salomón, en una poesía – vino a dar “las noticias de los próximos siglos de que allí, en medio de la muerte, la miseria y la suciedad, dio a luz a Jesús – María en camisa de rayas”.

Como narra Bronisław Leszczyński, una vez en la víspera de Navidad la partera recibió de sus padres un paquete con pan. Lo cortó en rodajas, lo puso en un pedazo de cartón y se lo ofreció como una hostia a las prisioneras. De repente entró en el barracón el Dr. Mengele – “el ángel de la muerte”. “Mi madre estaba buscando su mirada, él miró al suelo y dijo que por un momento le pareció sentirse humano. Y a quien se lo dijo, a una prisionera, a una mujer polaca. El doctor se alejó, no hubo persecución. La gente sabía que ella tenía una ventaja sobre ellos”.

Cada niño era bautizado inmediatamente con agua por la partera. Cuando no sabía qué hacer, cantaba. Allí, donde se hallaba, había música. Como mencionó a su hijo, “en casa (…) había canciones, cantos, bromas, besos, miradas a los ojos, flores… Un pequeño paraíso”. Cuando ella murió, sus parientes pusieron en su ataúd una cuerda de cítara.

“Disfrutaba y apreciaba mi trabajo, ya que amaba niños pequeños. Tal vez por eso tuve tantas pacientes que a veces tenía que trabajar tres días seguidos sin dormir”.

Stanisława también era muy piadosa. Rezaba por la mañana, por la tarde, antes de las comidas y antes del trabajo. Por lo general, a la Madre de Dios. Siempre dibujaba un signo de la cruz sobre la parturienta y su recién nacido.

Un día Leszczyńska asistió al parto de una mujer de Vilna condenada por ayudar a los partisanos. “Inmediatamente después de dar a luz la llamaron por su número. Fui a explicarlo, pero no sirvió de nada, sólo se intensificó la ira. Me di cuenta de que la llamaban al crematorio. Ella envolvió a su bebé en un papel sucio y le apretó contra su pecho.

Sus labios se movían en silencio, al parecer quería cantarle una canción, ya que a veces lo hacían algunas madres entonando canciones de cuna porque querían premiar a los niños por aguantar el frío, el hambre y la miseria. La mujer de Vilna no tenía fuerzas y ​​no podía cantar. Sólo las lágrimas caían de sus ojos sobre la cabeza del pequeño convicto. Este acontecimiento debilitó brevemente su esperanza. Sin embargo, nunca perdió la fe en su obra.

“Había en ella una enorme fuerza moral. Ella era frágil y fuerte al mismo tiempo. Nunca la vi desamparada. Con simples palabras conectaba con una persona. Después de su muerte, una mujer me dijo que mi madre durante dos noches y dos días le ayudó a dar a luz. La mujer recordó cómo mi madre le hacía las trenzas, cómo le ayudó en el dolor”.

Stanisława Leszczyńska murió el 11 de de marzo de 1974 de cáncer de intestino. En 1992 empezó su proceso de beatificación.

 Dominika Cicha

Fuente: Aleteia