Este evangelio ofrece una clave esencial para el diálogo sobre Dios, a saber, que Dios afecta a la vida personal
Es
llamativa la vergüenza de muchos cristianos a la hora de hablar de Dios en
nuestras conversaciones habituales. Disfrazado de respeto a la intimidad, el hecho
de sacar el tema de Dios nos parece intromisión en la vida del otro.
Dios ha llegado
a ser, en el lenguaje ordinario, un tema tabú, exclusivo de la conciencia
individual. La Iglesia, sin embargo, nos invita a evangelizar, algo imposible
si no hablamos de Dios.
El
Papa Francisco propone en Evangelii Gaudium el método de persona a persona: «Llevar
el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a
los más desconocidos.
Es la predicación informal que se puede realizar en medio
de una conversación… Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar
a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar:
en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino» (nº 127).
Hay que vencer los falsos pudores.
Dios es actual, lo más actual y definitivo de la vida del hombre. «En él vivimos,
existimos y somos», dice Pablo a los atenienses. Quizás nos falte la convicción
de que, por nuestro medio, Dios puede llegar al otro. En el encuentro de Jesús
con la samaritana, tenemos un ejemplo precioso de cómo hablar de Dios.
Es un
encuentro fortuito, junto al pozo de Jacob, en el camino a la aldea de Sicar.
Jesús se detiene cansado junto al pozo e inicia un diálogo con una samaritana,
partiendo de lo concreto e inmediato: el agua que necesita para apagar su sed. Y
de lo concreto salta a lo universal y absoluto: el agua de Dios, la gracia que
nos lanza a la vida eterna. No es un diálogo fácil, porque la mujer, interpelada
por Jesús, tiene que reconocer que no vive en la verdad: Jesús le descubre que
ha tenido cinco maridos y vive con otro que no es su marido. Aceptar este envite
o desafío no fue fácil para la mujer. Pero reconoció la verdad. Y entonces la
conversación tomó un cariz distinto: las cartas estaban sobre la mesa.
Se
comenzó a hablar de Dios sin tapujos ni máscaras. Porque Dios se convirtió en
el verdadero problema moral de la mujer. Dios no en un monte sagrado ni en el
pozo de Jacob. Dios estaba en la verdad de la vida. Al final, la mujer pasó de
reconocer que Jesús era un profeta a confesarlo como Mesías. Y de retorno a su
pueblo, se convirtió en una misionera de Cristo con un sencillo argumento: «Me
ha dicho todo lo que he hecho».
Este evangelio ofrece una clave
esencial para el diálogo sobre Dios, a saber, que Dios afecta a la vida
personal. Quizás sea este el motivo por el que no nos atrevemos a hablar de
Dios, porque le dejamos al margen de la vida diaria. Dios nos compromete hasta
la médula. Si es Dios, tiene derecho a regir nuestra existencia. Y, si no
aceptamos este presupuesto —lo que Jesús llama adorar a Dios en la verdad—
nuestro diálogo con Dios y sobre Dios es pura comedia. Mientras la samaritana
discute con Jesús sobre quién de los dos puede sacar agua del pozo, no sucede
nada.
Cuando Jesús, sin embargo, le pone el dedo en
la llaga, y lo hace con una exquisita delicadeza, todo se vuelve trascendente.
Ya no se trata de si los judíos y los samaritanos compiten sobre el verdadero
monte donde dar culto a Dios; se trata de si la samaritana vive o no conforme a
la verdad de Dios. Este evangelio pone de manifiesto que Dios es lo más real de
cuanto existe, porque determina que una vida sea verdadera o falsa.
Es evidente que para dialogar así
sobre Dios se necesitan dos convicciones: creer que Dios es más grande que
nuestras ideas sobre él, y no tener miedo a proponerlo a los demás como Aquel
que conoce nuestros entresijos vitales y se sirve de nosotros para conducir a
la fe.
+
César Franco
Obispo
de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia