¿Cómo hacer que nuestro
amor y nuestra caridad no sea hipócrita?
“Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Como
bien sabemos, el gran mandamiento que nos ha dejado el Señor Jesús es aquel de
amar: amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente y
amar al prójimo como a nosotros mismos (Cfr. Mt 22, 37-39). Es decir, estamos
llamados al amor, a la caridad y esta es nuestra vocación más alta, nuestra
vocación por excelencia; y a esa está relacionada también la alegría de la
esperanza cristiana. Quien ama tiene la alegría de la esperanza, de llegar a
encontrar el gran amor que es el Señor.
El
apóstol Pablo, en el pasaje de la Carta a los Romanos que hemos apenas
escuchado, nos pone en guardia: existe el riesgo que nuestra caridad sea hipócrita,
que nuestro amor sea hipócrita. Entonces nos debemos preguntar: ¿Cuándo sucede
esto, esta hipocresía? Y ¿Cómo podemos estar seguros de que nuestro amor sea
sincero, que nuestra caridad sea auténtica? ¿De no aparentar de hacer caridad o
que nuestro amor no sea una telenovela? Amor sincero, fuerte.
La
hipocresía puede introducirse por todas partes, también en nuestro modo de
amar. Esto se verifica cuando nuestro amor es un amor interesado, motivado por
intereses personales; y cuantos amores interesados existen… cuando los
servicios caritativos en los cuales parece que nos donamos son realizados para
mostrarnos a nosotros mismos o para sentirnos satisfechos: “pero, qué bueno que
soy”, ¿no?: esto es hipocresía; o aún más, cuando buscamos cosas que tienen
“visibilidad” para hacer alarde de nuestra inteligencia o de nuestras
capacidades.
Detrás
de todo esto existe una idea falsa, engañosa, la de decir que si amamos es
porque nosotros somos buenos; como si la caridad fuera una creación del hombre,
un producto de nuestro corazón. La caridad, en cambio, es sobre todo una
gracia, un regalo; poder amar es un don de Dios, y debemos pedirlo. Y Él lo da
gustoso, si nosotros se lo pedimos.
La
caridad es una gracia: no consiste en el hacer ver lo que nosotros somos, sino
en aquello que el Señor nos dona y que nosotros libremente acogemos; y no se
puede expresar en el encuentro con los demás si antes no es generada en el
encuentro con el rostro humilde y misericordioso de Jesús.
Pablo
nos invita a reconocer que somos pecadores, y que también nuestro modo de amar
está marcado por el pecado. Al mismo tiempo, pero, se hace mensajero de un
anuncio nuevo, un anuncio de esperanza: el Señor abre ante nosotros una vía de
liberación, una vía de salvación. Es la posibilidad de vivir también nosotros
el gran mandamiento del amor, de convertirnos en instrumentos de la caridad de
Dios.
Y
esto sucede cuando nos dejamos sanar y renovar el corazón por Cristo
resucitado. El Señor resucitado que vive entre nosotros, que vive con nosotros
es capaz de sanar nuestro corazón: lo hace, si nosotros lo pedimos. Es Él quien
nos permite, a pesar de nuestra pequeñez y pobreza, experimentar la compasión
del Padre y celebrar las maravillas de su amor.
Y
entonces se entiende que todo aquello que podemos vivir y hacer por los
hermanos no es otra cosa que la respuesta a lo que Dios ha hecho y continúa a
hacer por nosotros.
Es
más, es Dios mismo que, habitando en nuestro corazón y en nuestra vida,
continúa a hacerse cercano y a servir a todos aquellos que encontramos cada día
en nuestro camino, empezando por los últimos y los más necesitados en los
cuales Él en primer lugar se reconoce.
Entonces
el Apóstol Pablo con estas palabras no quiere reprocharnos, sino mejor dicho
animarnos y reavivar en nosotros la esperanza. De hecho, todos tenemos la
experiencia de no vivir a plenitud o como deberíamos el mandamiento del amor.
Pero también esta es una gracia, porque nos hace comprender que por nosotros
mismos no somos capaces de amar verdaderamente: tenemos necesidad de que el
Señor renueve continuamente este don en nuestro corazón, a través de la
experiencia de su infinita misericordia.
Entonces
sí volveremos a apreciar las cosas pequeñas, las cosas sencillas, ordinarias;
volveremos a apreciar todas estas cosas pequeñas de todos los días y seremos
capaces de amar a los demás como los ama Dios, queriendo su bien, es decir, que
sean santos, amigos de Dios; y estaremos contentos por la posibilidad de
hacernos cercanos a quien es pobre y humilde, como Jesús hace con cada uno de
nosotros cuando nos alejamos de Él, de inclinarnos a los pies de los hermanos,
como Él, Buen Samaritano, hace con cada uno de nosotros, con su compasión y su
perdón.
Queridos
hermanos, lo que el Apóstol Pablo nos ha recordado es el secreto para estar
–cito sus palabras– es el secreto para estar “alegres en la esperanza”
(Rom 12, 12): alegres en la esperanza. La alegría de la esperanza, para que
sepamos que en toda circunstancia, incluso en las más adversa, y también a
través de nuestros fracasos, el amor de Dios no disminuye. Y entonces, con el
corazón visitado y habitado por su gracia y por su fidelidad, vivamos en la
gozosa esperanza de intercambiar con los hermanos, en lo poco que podamos, lo
mucho que recibimos cada día de Él. Gracias”.
Fuente:
ACI Prensa