Esto es lo que Jesús quiso
decir al pedirnos que fuéramos perfectos como Dios
Jesús
conoce mi corazón. Está cerca de los hombres, come, camina, navega y vive entre
ellos. Conoce mi miedo y mi dolor humano, mi limitación y mi grandeza, mis
sueños y mi pecado. Conoce mis entrañas. Toca lo más profundo. Y me habla de un
ideal que me parece imposible. Amar como Dios ama: “Sed perfectos, como
vuestro Padre celestial es perfecto”.
Me
invita a tener su manera de mirar y su manera de sentir. Desde lo que soy
camino hacia lo que estoy llamado a ser. Jesús confía en mí, quizás más
que yo mismo. Me conoce, sabe lo que me cuesta salir de mí, de mis muros
en el amor. Y aun así, pone el corazón de Dios como medida del mío.
Es
verdad que es imposible ese ideal… es imposible si estoy yo solo, pero con
Jesús sí es posible. Él toma lo que hay en lo más profundo de mí. No tengo que
esconderme, porque Él sabe quién soy, y me ama. Me toma como soy, se conmueve
ante mi limitación. Quiere hacer mi corazón en el molde del suyo.
Sólo
en Él es posible romper ese muro del corazón que pone coto y medida a mi amor: sólo
si me aman, yo amo, sólo si no me hacen daño, sólo en la medida en que me amen,
sólo si me dan, sólo hasta donde me pidan… Y Jesús, hoy, quiere romper esos
límites que me pongo.
Lo
hace con sus palabras. Lo hará con sus gestos. En su vida y en su muerte. En su
forma de vivir, en su forma de morir. Jesús me habla con su vida de un
amor imposible:
“Dios
no es violento, sino compasivo; ama incluso a sus enemigos; no busca la
destrucción de nadie. Su grandeza no consiste en vengarse, castigar y controlar
la historia por medio de intervenciones destructoras. Dios es grande no porque
tenga más poder que nadie para destruir a sus enemigos, sino porque su
compasión es incondicional hacia todos”[1].
Dios
es compasivo. Nos dice Jesús: “Si uno te abofetea en la mejilla derecha,
preséntale la otra”. Pero, ¿qué hago yo cuando me hacen daño, cuando me
abofetean en la mejilla? A menudo me cierro a esa persona. La evito.
Y
lo peor es que a veces puedo cerrarme a todos. Por una persona que me ha
hecho daño, que ha herido mi inocencia, dejo de confiar en que es posible
el amor. Y me cierro. Me protejo. No quiero que me hagan más daño.
Somos
muy delicados. Jesús lo sabe. Él también sufrió con el fracaso, con la
traición, con el desamor. ¡Qué difícil resulta cuando abro ese lugar vulnerable
del corazón y no soy acogido! Es un dolor muy grande.
Y
quizás, sin querer, también yo he hecho daño. Se cierra la muralla. Me
guardo y endurezco. Temo que me vuelvan a dañar. Me vuelvo rígido y cínico. Ya
no confío. Dejo de mostrar lo más íntimo. Jesús me muestra hoy un camino más
feliz. ¿Qué hago si me han herido?
Pongo
la otra mejilla. No significa ser masoquista. Jesús mismo, cuando le pegaron,
serenamente preguntó por qué, cuando Él no había hecho nada malo. Jesús me
dice que no esconda la otra mejilla en la vida. Que no me cierre. Que no deje
de exponerme y darme como soy.
Jesús
me pide que no me quede en el rencor, en el resentimiento. No quiere que viva
atado, esclavo. Quiere que viva con alegría, con el alma abierta. Merece
la pena dar lo que soy, merece la pena confiar de nuevo, perdonar de nuevo,
creer de nuevo, ser niño de nuevo. Y mostrar el corazón de nuevo.
Es
la única manera de vivir, lo único que me ensancha el alma. Jesús me conoce y
me acoge tal como soy. Sabe de mis golpes, de mis bloqueos. Sabe que yo también
he dañado. Él ha venido a tocar esa herida de amor, a sanar esa dureza, a
hacerme niño de nuevo.
A
su lado es posible. Sin Él no puedo abrirme. ¿Ante quién me muestro del
todo, como soy, con mis dos mejillas, con mi corazón abierto?
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia