Las
vías del Espíritu Santo
La tercera predicación de Adviento ha
sido realizada este viernes en la capilla Rendemptoris Mater en el palacio apostólico Vaticano, por
el religioso capuchino Raniero Cantalamessa, ante la presencia
del santo padre Francisco, cardenales y otros miembros de la Curia Romana.
A continuación el texto completo:
P. Raniero
Cantalamessa, ofmcap
Tercera predicación de Adviento 2016
Tercera predicación de Adviento 2016
LA SOBRIA EBRIEDAD
DEL ESPÍRITU
1. Dos tipos de ebriedad
El lunes después de Pentecostés de 1975,
en ocasión de la clausura del Primer Congreso mundial de la Renovación
Carismática Católica, el beato Pablo VI dirigió a los diez mil participantes
reunidos en la basílica de San Pedro un discurso en el que la definió como “una
oportunidad para la Iglesia”.
Una vez concluida la lectura del discurso
oficial el Papa añadió, improvisando, las siguientes palabras:
“En el himno que leemos esta mañana en el
breviario y que se remonta a san Ambrosio, en el IV siglo, se encuentra esta
frase difícil de traducir aunque sea muy simple: Laeti, que significa con
alegría; bibamus, que significa bebamos; sobriam, que significa bien definida y
moderada; profusionem Spiritus, o sea la abundancia del Espíritu. ‘Laeti
bibamus sobriam profusionem Spiritus’. Podría ser el lema de vuestro
movimiento: un programa y un reconocimiento del movimiento mismo”.
La cosa importante que debemos notar
enseguida es que aquellas palabras del himno no fueron escritas en el origen
para la Renovación carismática. Ellos siempre fueron parte de la liturgia de
las horas de la Iglesia universal; son por lo tanto una exhortación dirigida a
todos los cristianos y como tal quiero nuevamente proponerla, en estas meditaciones
dedicadas a la presencia del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia.
En verdad en el texto original de san
Ambrosio, en el lugar de “profusionem Spiritus”, la abundancia del Espíritu,
está “ebrietatem Spiritus”, o sea la ebriedad del Espíritu.
La tradición sucesiva había considerado a
esta última expresión demasiado audaz y la había sustituido con una más blanda
y aceptable. Entretanto de esta manera se había perdido el sentido de una
metáfora antigua como el mismo cristianismo. Justamente por lo tanto, en la
traducción italiana del breviario se ha recuperado el sentido original de la
frase ambrosiana. Una estrofa del himno de Laudes, de la cuarta semana del
salterio, en idioma italiano de hecho dice:
Sea Cristo nuestro alimento,
sea Cristo el agua viva:
en Él probamos sobrios
la ebriedad del Espíritu.
sea Cristo el agua viva:
en Él probamos sobrios
la ebriedad del Espíritu.
Lo que empujó a los Padres a retomar el
tema de la “sobria ebriedad”, ya desarrollado por Filone Alessandrino, fue el
texto en el cual el Apóstol exhorta a los cristianos de Éfeso diciendo:
“No se emborrachen de vino, el cual
produce desenfreno, sino sean colmados por el Espíritu, entreteniéndose juntos
con salmos, himnos, cantos espirituales, cantando y alabando al Señor con todo
vuestro corazón” (Ef 5, 18-19).
A partir de Orígenes son incontables los
textos de los Padres que ilustran este tema, jugando a veces sobre la analogía,
otras sobre la contradicción entre la ebriedad material y la ebriedad
espiritual. La analogía consiste en el hecho que ambas ebriedades infunden
alegría, hacen olvidar los esfuerzos y hacen salir de uno mismo.
La contraposición consiste en el hecho de
que mientras la ebriedad material (alcohol, droga, sexo, éxito) vuelve
vacilantes e inseguros, la espiritual nos vuelve estables en el bien; la
primera hace salir de sí mismos para vivir por debajo del propio nivel
racional, la segunda hace salir de sí mismos para vivir por encima de la propia
razón. Para ambas se usa la palabra “éxtasis” (¡nombre dado recientemente a una
droga tremenda!), pero uno es un éxtasis hacia el bajo y lo otro un éxtasis
hacia lo alto.
Aquellos que en Pentecostés confundieron
a los apóstoles por ebrios tenían razón, escribe san Cirilo de Jerusalén; se
equivocaban solamente en atribuir la ebriedad al vino ordinario, cuando en
cambio se trataba del “vino nuevo”, elaborado de la “viña verdadera” que es
Cristo; los apóstoles estaban sí ebrios, pero de aquella sobria ebriedad que da
la muerte al pecado y da vida al corazón.
Tomando inspiración en el episodio del
agua que fluye de la roca en el desierto (Es 17, 1-7), y del comentario que
hace san Pablo en la Carta a los Corintios (“Todos bebieron de la misma bebida
espiritual… Todos hemos bebido de un solo Espíritu). (1 Cor 10, 4; 12, 13), el
mismo san Ambrosio escribía:
“El Señor Jesús hace surgir agua de la
roca y todos bebieron de ella. Los que la bebieron en la figura quedaron
saciados; aquellos que la bebieron en la verdad quedaron incluso ebrios. Buena
es la ebriedad que infunde alegría. Buena es la ebriedad que afirma los pasos
de la mente sobria… Bebe a Cristo que es la vid; bebe a Cristo que es la roca
de la cual brota el agua; bebe a Cristo para beber su sus palabras… La
Escritura divina se bebe, la Escritura divina se devora cuando lo central de la
palabra eterna baja en las venas de la mente y en las energías del alma”.
2. De la ebriedad a la sobriedad
¿Qué nos dice hoy a nosotros este
sugestivo oxímoron de la sobria ebriedad del Espíritu? Una primera enseñanza es
esta. Existen dos modos diversos de actuar para el cristiano, un modo humano y
otro modo divino, un modo natural y un modo sobrenatural. Un modo en el cual el
protagonista es el hombre con su racionalidad, también si iluminada por la fe,
y un modo en el cual el protagonista, el “agente principal” es el Espíritu
Santo.
Este segundo modo es el que san Pablo
llama “dejarse conducir por el Espíritu” (cfr. Gal 5, 18), o actuar “en el
Espíritu”. Aunque los efectos sean diversos de acuerdo a si se actúa únicamente
“en sabiduría”, o sea siguiendo la prudencia, el buen sentido, la experiencia, la
organización, la diplomacia, o si a todo esto se añade “la manifestación del
Espíritu y su potencia” (cfr. 1 Cor 2, 4).
¿Cómo hacer para retomar este ideal se la
sobria ebriedad y encarnarlo en la actual situación histórica y eclesiástica?
¿Dónde está escrito que un modo así “fuerte” de sentir al Espíritu era una
exclusividad de los Padres y de los tiempos de la Iglesia, pero que no lo es
más para nosotros? El don de Cristo no se limita a una época particular, pero
se ofrece en cada época.
Hay bastante para todos en el tesoro de
su redención. Es justamente el rol del Espíritu el que vuelve universal la
redención de Cristo, disponible para cada persona, en cada punto del tiempo y
del espacio. En el pasado el orden que se inculcaba era, generalmente, el que
va de la sobriedad a la ebriedad. En otras palabras, el camino para obtener la
ebriedad espiritual o el fervor, se pensaba, es la sobriedad, o sea la
abstinencia de las cosas de la carne, el ayunar del mundo y de sí mismo, en una
palabra la mortificación. En este sentido el concepto de sobriedad ha sido
profundizado en particular por la espiritualidad monástica ortodoxa,
relacionada a la llamada ‘oración de Jesús’. En esa la sobriedad indica “un
método espiritual” hecho de “vigilante atención” para librarse de los
pensamientos pasionales y de las palabras malas, substrayendo a la mente
cualquier satisfacción carnal y dejándole, como única actividad la compunción
por el pecado y la oración.
Con nombres distintos (desvestirse,
purificación, mortificación, es la misma doctrina ascética que se encuentra en
los santos y en los maestros latinos. San Juan de la Cruz habla de un
“despojarse y desnudarse por el Señor de todo lo que no es del Señor”.
Estamos en los períodos de la vida
espiritual llamados purgativo e iluminativo. En estos el alma se libera con
fatiga de sus hábitos naturales, para prepararse a la unión con Dios y a sus
comunicaciones de gracia. Estas cosas caracterizan el tercer nivel, la “vida
unitiva” que los autores griegos llaman “divinización”.
Nosotros somos herederos de una
espiritualidad que concebía el camino de perfección de acuerdo a esta sucesión:
antes es necesario vivir largo tiempo en el nivel purgativo, antes de acceder a
aquel unitivo; es necesario ejercitarse largamente en la sobriedad, antes de
sentir la ebriedad. Cada fervor que se manifestara antes de aquel momento había
que considerarlo sospechoso. La ebriedad espiritual, con todo lo que eso
significa, está colocada por lo tanto al final, reservado a los “perfectos”.
Los otros, “los proficientes”, tienen que ocuparse sobre todo de la
mortificación, sin pretender, porque están lejos aún con los propios defectos,
de tener una experiencia fuerte y directa de Dios y de su Espíritu.
Hay una gran sabiduría y experiencia en
la base de todo esto, y pobre de aquel que considere estas cosas como
superadas. Es necesario entretanto decir que un esquema así rígido indica
también un lento y progresivo desplazamiento del acento de la gracia al
esfuerzo del hombre, de la fe a las obras, hasta resentir a veces de
pelagianismo. De acuerdo al Nuevo Testamento, hay una circularidad y una
simultaneidad entre las dos cosas: la sobriedad es necesaria para llegar a la
ebriedad del Espíritu, y la ebriedad del Espíritu es necesaria para llegar a
practicar la sobriedad.
Una ascesis tomada sin un fuerte empuje
del Espíritu sería esfuerzo muerto y no produciría otra cosa que “vanidad de la
carne”. Para san Pablo es “con la ayuda del Espíritu” que nosotros debemos
“hacer morir las obras de la carne”(cfr. Rm 8, 13). El Espíritu nos ha sido
dado para que estemos en grado de mortificarnos, antes aún que como premio para
ser mortificados.
Una vida cristiana llena de esfuerzos
acéticos y de mortificación, pero sin el toque vivificante del Espíritu, se
asemejaría -decía un antiguo Padre- a una misa en la que se leyeran tantas
lecturas, se cumplieran todos los ritos y se llevaran tantas ofrendas, pero en
la cual no se realizara la consagración de las especies por parte del
sacerdote. Todo quedaría aquello que era antes: pan y vino.
“Así –concluía aquel Padre– sucede
también con el cristiano. Aunque él haya cumplido perfectamente el ayuno y la
vigilia, la salmodia y toda la ascesis y cada virtud, pero no se ha cumplido
por la gracia, en el altar de su corazón la mística operación del Espíritu
Santo, todo este proceso ascético está inconcluso y es casi vano, porque él no
tiene la exultación del Espíritu místicamente operante en el corazón”.
Esta segunda vía –que va de la ebriedad a
la sobriedad– fue la que Jesús le hizo seguir a sus apóstoles. Y si bien
tuvieron como maestro y director espiritual al mismo Jesús, antes de
Pentecostés ellos no fueron capaces de poner en práctica casi ninguno de los
preceptos evangélicos. Pero cuando en Pentecostés fueron bautizados con el Espíritu
Santo, entonces se los ve transformados, con la capacidad de soportar por
Cristo molestias de todo tipo y hasta el mismo martirio. El Espíritu Santo fue
la causa de su fervor, más que el efecto de ese.
Hay otro motivo que nos lleva a
redescubrir este camino que va de la ebriedad a la sobriedad. La vida cristiana
no es solamente una cuestión de crecimiento personal en la santidad; es también
ministerio, servicio, anuncio, y para cumplir estas tareas tenemos necesidad de
la “potencia que viene desde lo alto”, de los carismas; en una palabra, de una
experiencia fuerte, pentecostal, del Espíritu Santo.
Nosotros tenemos necesidad de la sobria
ebriedad del Espíritu, más aún de lo que tuvieron los Padres. El mundo se ha
vuelto refractario al Evangelio, tan seguro de sí que solo el “vino fuerte” del
Espíritu puede prevalecer a su incredulidad y quitarlo fuera de su sobriedad
toda humana y racionalista que se hace pasar por “objetividad científica”.
Solamente las armas espirituales, dice el
Apóstol, “tienen de Dios la potencia para abatir las fortalezas, destruyendo
los raciocinios y toda arrogancia que se levanta contra el conocimiento de
Dios, y sometiendo cada intelecto a la obediencia de Cristo. (2 Cor 10, 4-5).
3. El bautismo en el Espíritu
¿Cuáles son los “lugares en donde el
Espíritu actúa hoy de este modo pentecostal?
Escuchemos nuevamente la voz de san
Ambrosio que fue el cantor por excelencia entre los Padres latinos, de la
sobria ebriedad del Espíritu. Después de haber recordado los dos “lugares”
clásicos en donde encontrar el Espíritu -la Eucaristía y las Escrituras-, él
indica una tercera posibilidad. Dice:
“Hay también otra ebriedad que se realiza
a través de aquella penetrante lluvia del Espíritu Santo. Fue así que en los
Actos de los Apóstoles, aquellos que hablaban en idiomas diversos aparecían a
los oyentes como si estuvieran llenos de vino”.
Después de haber recordado los medios
“ordinarios” san Ambrosio, con estas palabras indica un medio diverso,
“extraordinario”, en el sentido de que no ha sido fijado antes y no es algo
instituido. Consiste en revivir la experiencia que los apóstoles hicieron en
día de Pentecostés. Ambrosio no entendía seguramente señalar esta tercera
posibilidad para decir al público que esta estaba excluida para ellos, siendo
reservada solamente a los apóstoles y a la primera generación de los
cristianos. Al contrario, él entendía animar a sus fieles a hacer como la
primera generación de los cristianos. Él anima a sus fieles a hacer experiencia
de aquella “lluvia penetrante del Espíritu” que se verificó en Pentecostés.
Queda por lo tanto abierta también para
nosotros la posibilidad de contactar al Espíritu por esta vía nueva, personal,
independiente, que depende únicamente de la soberana y libre iniciativa de
Dios. No debemos caer en el error de los fariseos y de los escribas que a Jesús
le decían: “Existen nada menos que seis días para trabajar, ¿por qué actuar
fuera de ellos, de esta manera nueva e inusitada?”.
El teólogo Yves Congar en su informe al
Congreso Internacional de Penumatología que se realizó en 1981 en el Vaticano,
en ocasión del XVI centenario del Concilio Ecuménico de Constantinopla,
hablando de los signos del despertar del Espíritu Santo en nuestra época dijo:
“¿Cómo no situar aquí la corriente carismática,
mejor llamada Renovación en el Espíritu? Esto se ha difundido como fuego que
corre sobre los pajares. Es algo muy diverso de una moda… Por un aspecto, sobre
todo, esto se asemeja a un movimiento de despertar: por el carácter público y
verificable de su acción que cambia la vida de las personas… Y como una
juventud, una frescura y nuevas posibilidades en el seno de la vieja Iglesia,
nuestra madre. Salvo excepciones muy raras, Renovación se coloca en la Iglesia
y lejos de poner en discusión las instituciones clásicas, las reanima”.
Es verdad que esta como otras análogas
realidades nuevas de la Iglesia de hoy, presenta a veces problemáticas,
excesos, divisiones, pecados. Esto fue también para mi al inicio una piedra de
escándalo. Pero esto sucede con todos los dones de Dios, apenas caen en las
manos de los hombres. ¿A caso la autoridad ha sido siempre ejercitada en la
Iglesia como la entiende el Evangelio, sin manchas humanas de autoritarismo o
búsqueda de poder? Y a pesar de ello nadie sueña de querer eliminar este
carisma de la vida de la Iglesia. No fueron exentos de desórdenes y defectos ni
siquiera las primeras comunidades carismáticas cristianas, como la de Corinto.
El Espíritu no vuelve ni a todos ni inmediatamente santos. Actúa en grado diverso
y de acuerdo a la correspondencia que encuentra.
El instrumento principal con el cual la
Renovación en el Espíritu “cambia la vida de las personas es el bautismo en el
Espíritu. Hablo sobre ello sin ninguna intención de proselitismo, sino
solamente porque pienso sea justo que se conozca en el corazón de la Iglesia
una realidad que involucra a millones de católicos. Se trata de un rito que no
tiene nada de esotérico, sino que es hecho más bien de gestos de gran
simplicidad, calma y alegría, acompañados por actitudes de humildad, de
arrepentimiento, de disponibilidad de volverse niños, que es la condición para
entrar en el Reino.
Es una renovación y una actualización no
solo del bautismo y de la confirmación, sino de toda la vida cristiana: para
los casados, del sacramento del matrimonio, para los sacerdotes, de su
ordenación, para los consagrados, de su profesión religiosa. El interesado se
preparara, además que con una buena confesión, participando a encuentros de
catequesis en los cuales viene puesto en un contacto vivo y alegre con las
principales verdades y realidades de la fe: el amor de Dios, el pecado, la
salvación, la vida nueva, la transformación en Cristo, los carismas, los frutos
del Espíritu.
Una década después que llegó la
Renovación carismática en la Iglesia católica, Karl Rahner escribía:
“No podemos refutar que el hombre pueda
hacer aquí abajo experiencias de gracia, que le dan un sentido de liberación,
le abren horizontes enteramente nuevos, se imprimen profundamente en él, lo
transforman, plasmando también por largo tiempo su actitud cristiana más
íntima. Nada prohibe llamar a tales experiencias bautismo del Espíritu”.
¿Es justo esperarse que todos pasen por
esta experiencia? ¿Es este el único modo posible para sentir la gracia de
Pentecostés?
Si por bautismo en el Espíritu entendemos
un cierto rito, en un determinado contexto, debemos responder no; no es el
único modo para tener una experiencia fuerte en el Espíritu. Hubo y hay
incontables cristianos que han hecho una experiencia análoga, sin saber nada
del bautismo en el Espíritu, recibiendo una efusión espontánea del Espíritu, a
continuación de un retiro, de un encuentro, de una lectura, de un toque de la
gracia.
Es necesario decir entretanto que el
“bautismo en el Espíritu” se ha revelado un medio simple y potente para renovar
la vida de millones de creyentes en todas las Iglesias cristianas y sería
necesario pensarlo bien antes de decir que no está hecho para nosotros, si el
Señor nos pone en el corazón el deseo y nos ofrece la ocasión.
También un curso de ejercicios
espirituales puede muy bien concluirse con una especial invocación del Espíritu
Santo, si quien lo guía ha hecho experiencia y los participantes lo desean. He
tenido una experiencia el año pasado. El obispo de una diócesis del sur de
Londres convocó, por iniciativa suya, a un retiro carismático abierto también
al clero de otras diócesis. Estaban presentes un centenar entre sacerdotes y
diáconos permanentes y al final todos pidieron recibir y recibieron la efusión
del Espíritu, con el apoyo de un grupo de laicos de Renovación que vinieron
para la ocasión. Si los frutos del Espíritu son “amor, alegría y paz”, al final
estos se podían tocar con las manos, entre los presentes.
No se trata de adherir a uns más bien que
a otros movimientos actuales en la Iglesia. No se trata ni siquiera,
propiamente hablando de un movimiento, sino de una “corriente de gracia”
abierta a todos, destinada a perderse en la Iglesia como una descarga eléctrica
que se dispersa en la masa, para después desaparecer una vez que se cumplió
esta tarea.
Concluimos con las palabras del himno
litúrgico recordado en el inicio:
Sea Cristo nuestro alimento,
sea Cristo el agua viva:
en él saboreamos sobrios
la ebriedad del Espíritu.
sea Cristo el agua viva:
en él saboreamos sobrios
la ebriedad del Espíritu.
Fuente:
Zenit