¿Qué deseo puede ser mayor
que el de ser abrazado con amor?
Al dar las doce, la
noche vieja cedió el paso al año nuevo desatando la efusividad de la
concurrencia, que encendida de humanidad cruzaba intensos abrazos con deseos de
salud, prosperidad y felicidad.
En la algarabía, escuche
a mis jóvenes hijos y a sus amigos participar diciendo a propios y extraños en
efusivos abrazos: –Te deseo lo mejor en este año, que todos tus sueños se
cumplan.
Por eso sus deseos, aun
siendo nobles, son y serán siempre… deseos cortos. Como cuando por la calle, al
caer la tarde, nos cruzamos con alguien que nos desea que pasemos una buena
noche.
Lo son porque
precisamente se refieren a bienes de los que no podemos apropiarnos con
seguridad, pues la salud, la prosperidad y la felicidad, entre tantos, se
encuentran en el plano de lo cambiante, de lo que hoy es y mañana quizá o sin
quizá, se conviertan en penosa prueba de vida.
A mis hijos y a sus
amigos, en rigor les falta el realismo que dan los tropiezos que los harán
madurar para reconocer que, si consideramos esos deseos como lo mejor que
nos puede suceder, entonces la vida tendría solo pequeños sentidos momentáneos,
buenos o menos buenos (bienestar, trabajo, placer, amistades, familia) en los
que se debería excluir el encuentro con el dolor, pues este no tendría cabida
en un sano proyecto de vida.
Pero eso no siendo
posible, es además, solo apariencia de felicidad.
Lo cierto, es que dicha
apariencia desaparece cuando admitimos que tanto la alegría como el dolor,
adquieren su verdadero sentido al formar parte de un amplio proyecto para
alcanzar el fin último y verdadero de la existencia. Un proyecto que cuenta con
las coordenadas de la razón y la fe, para llegar a ese puerto cuyo faro
iluminará finalmente la verdad de todo nuestro viaje por la vida.
Que los jóvenes y no tan
jóvenes lleguen a ese puerto sin dar un amplio y penoso rodeo, es mi mayor
deseo. Un deseo que nace de mi propia y difícil experiencia.
Siendo una buena
persona, crecí con un gran vacío espiritual, el cual trate de llenar con
la búsqueda frenética de satisfacciones sensibles convirtiéndolas en un fin.
Había en mí una necesidad insaciable de sentir, saborear y experimentar
emociones y sensaciones nuevas, de ser posible cada vez más intensas.
Gastaba aunque debiera
lo que comprara, sobre todo en el frenesí de las navidades y fines de año.
Medía mi felicidad y el amor de parientes y amigos por los regalos recibidos,
esperando de ellos lo mismo al recibir los míos.
Cuando me daban el
abrazo deseándome lo mejor; pensaba en mil éxitos y experiencias entre las que
consideraba (soñando despierta claro) en el paradigmático viaje en un lujoso
crucero donde conocería a un joven rico y apuesto que se enamoraría de mí… amén
de que estaba lejos de descubrir y afianzar mi verdadero ser personal, al
afanarme siguiendo las pautas marcadas por la televisión, el internet, el cine
y demás medios, para llenar la vida de sensaciones, emociones y sentimientos
infundados, tratando de encontrar de ese modo, un sentido a la misma.
Corría por correr, sin
meta a cual llegar, hasta que tropecé y sentí dolor. Solo así mi vida tomo
rumbo, porque comprendí que mil satisfacciones no necesariamente logran una
felicidad.
Luego, la experiencia
del amor me mostró que para que la felicidad sea real, necesita tanto de la
razón como de la fe.
Una madrugada me
encontré observando a mis pequeños hijos dormir en el más confiado de los
sueños. En mi intenso amor, en esos momentos sentí el deseo de tener el poder
de guardarlos para siempre de todo riesgo y peligro, lo que me hizo sentir la
experiencia de una impotente providencia.
Cuando la razón me hizo
ver que tal cosa no era posible, de pronto y para siempre, me encontré
dirigiendo una oración constante, íntima y espontanea a un Dios padre para que
velara, cuidara y protegiera sus vidas que ya eran mi propia vida. Un Dios al
que en esos momentos volvía mi espíritu con la certeza de ser escuchada.
Y
escuche una voz en mi interior que me decía: –Confíame tus mejores deseos.
Comprendí
entonces sin ningún temor, que la vida ya en su forma de amor, ya en su forma
de existencia, se encuentra fuera de nuestro poder y eso nos enfrenta al
misterio de lo sobrehumano. Un misterio cuya única respuesta es un Dios que es
Padre providente y fuente de todo amor, que nos acompaña y espera al final del
camino.
Cuando
alguien me abraza y me desea lo mejor para el año que comienza, le devuelvo el
deseo y lo encomiendo.
Por
Orfa Astorga de Lira. Máster en matrimonio y familia, Universidad de
Navarra.
Fuente: Aleteia