Creer es
fácil porque estamos hechos para amar. Amar es posible porque otros se han
fiado de nosotros y vivimos gracias a aquellos de los que nos hemos fiado
Entre el creer
y el amar hay una relación tan estrecha, tan íntima, que nos resulta difícil
responder a la pregunta: ¿uno ama porque cree, o uno cree porque ama?
En efecto: creer, fiarse, dar la propia confianza a otra persona es posible solamente si uno ama, si uno descubre la bondad que el otro encierra.
Un hijo se fía ciegamente de su madre porque la ama (y porque se siente profundamente amada por ella). Un esposo confía sin condiciones la economía familiar a su esposa sólo si está profundamente enamorada de ella, hasta el punto de dejar en sus manos los secretos más profundos de su corazón... y de su cartera.
A la vez, amamos a los demás cuando somos capaces de renunciar a pedir pruebas
y nos fiamos, nos abandonamos a la fe.
El esposo o la esposa aman sin tener una total certeza de lo que vaya a ser la
vida matrimonial. Un matrimonio que sea simplemente un contrato para estar
juntos mientras todo ocurra según lo que a cada uno le parezca bien es la
negación más completa del amor. Un hijo que antes de tomar la sopa que le ha
preparado su madre (o su padre, pues los maridos cada día aprenden a cocinar
mejor...) hace un análisis clínico para comprobar que no tenga veneno no
refleja sólo que le falta fe en sus padres, sino también, con toda seguridad,
que en esa familia no hay verdadero amor.
Hay algunos que dicen que el mundo actual vive una profunda crisis de fe, que
casi no es posible creer en el siglo XXI. Si esto fuese verdad, habría que
afirmar también que el mundo vive una crisis de amor, pues sin fe es imposible
amar.
Cuando no podemos fiarnos del otro tampoco podemos llegar a vivir, en
profundidad, lo que significa amar. Porque amar, como creer, es darle al otro o
a la otra, al padre o al hijo, nuestro afecto por encima de las pruebas
empíricas que podamos tener para estar “químicamente seguros” de la bondad y de
la honradez del otro.
Vivir buscando siempre, en todos los asuntos y aventuras de la vida, pruebas
absolutas de que nadie nos engaña es encerrarse en uno mismo hasta los límites
de la locura. Un mínimo de salud mental nos pide vivir, un poco o un mucho,
agarrados de la fe la mayor parte de nuestros actos, desde que nos saluda el portero
de casa hasta el momento en el que tomamos una pastilla que hemos comprado en
la farmacia.
Incluso para los que han sufrido la amargura del engaño y la traición,
descubrir que los engañadores son pocos o, al menos, no son todos, permite
abrir el corazón para empezar a amar. Con todos los riesgos, pero con todas las
ventajas que el amor lleva consigo. Es mejor equivocarse porque uno se fía “de
más” que equivocarse porque uno “acierta” siempre al no fiarse de nadie... pero
falla en lo más importante: en el ser capaz de amar.
Creer es fácil porque estamos hechos para amar. Amar es posible porque otros se
han fiado de nosotros y vivimos gracias a aquellos de los que nos hemos fiado.
Así de sencilla es la ley de la vida humana. Así de fácil es el camino de la
felicidad.
Por: P. Fernando Pascual, L.C.