Francisco invitó a seguir el ejemplo de María que supo agradecer los dones
de Dios y no darlos por descontados
El Jubileo de la Misericordia ha tenido
hoy una nueva etapa con la celebración del Jubileo Mariano. Ante una plaza de
San Pedro llena de peregrinos el Papa invitó a agradecer los dones de Dios y no
darlos por descontados, y para ello como María, tener un corazón humilde.
A continuación el texto completo
El Evangelio de este domingo (cf. Lc 17, 11-19)
nos invita a reconocer con admiración y gratitud los dones de Dios. En el
camino que lo lleva a la muerte y a la resurrección, Jesús encuentra a diez
leprosos que salen a su encuentro, se paran a lo lejos y expresan a gritos su
desgracia ante aquel hombre, en el que su fe ha intuido un posible salvador:
«Jesús, maestro, ten compasión de nosotros» (v. 13).
Están enfermos y buscan a alguien que los
cure. Jesús les responde y les indica que vayan a presentarse a los sacerdotes
que, según la Ley, tenían la misión de constatar una eventual curación.
De este modo, no se limita a hacer una
promesa, sino que pone a prueba su fe. De hecho, en ese momento ninguno de los
diez ha sido curado todavía. Recobran la salud mientras van de camino, después
de haber obedecido a la palabra de Jesús.
Entonces, llenos de alegría, se presentan
a los sacerdotes, y luego cada uno se irá por su propio camino, olvidándose del
Donador, es decir del Padre, que los ha curado a través de Jesús, su Hijo hecho
hombre.
Sólo uno es la excepción: un samaritano,
un extranjero que vive en los márgenes del pueblo elegido, casi un pagano. Este
hombre no se conforma con haber obtenido la salud a través de su propia fe, sino
que hace que su curación sea plena, regresando para manifestar su gratitud por
el don recibido, reconociendo que Jesús es el verdadero Sacerdote que, después
de haberlo levantado y salvado, puede ponerlo en camino y recibirlo entre sus
discípulos.
Saber agradecer, saber agradecer, saber
alabar por todo lo que el Señor hace en nuestro favor. Qué importante es esto.
Nos podemos preguntar: ¿Somos capaces de saber decir gracias? ¿Cuántas veces
nos decimos gracias en familia, en la comunidad, en la Iglesia? ¿Cuántas veces
damos gracias a quien nos ayuda, a quien está cerca de nosotros, a quien nos
acompaña en la vida?
Con frecuencia damos todo por descontado.
Y lo mismo hacemos también con Dios. Es fácil ir al Señor para pedirle algo,
pero regresar a darle las gracias… Por eso Jesús remarca con fuerza la
negligencia de los nueve leprosos desagradecidos: «¿No han quedado limpios los
diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para
dar gloria a Dios?» (Lc 17, 17-18).
En esta jornada jubilar se nos propone un
modelo, más aún, el modelo que debemos contemplar: María, nuestra Madre. Ella,
después de haber recibido el anuncio del Ángel, dejó que brotara de su corazón
un himno de alabanza y acción de gracias a Dios: «Proclama mi alma la grandeza
del Señor…». Pidamos a la Virgen que nos ayude a comprender que todo es don de
Dios, y a saber agradecer: entonces nuestra alegría será plena. Solamente aquel
que sabe agradecer sube a la plenitud de la gloria
Para saber agradecer se necesita también
la humildad. En la primera lectura hemos escuchado el episodio singular de
Naamán, comandante del ejército del rey de Aram (cf. 2 R 5, 14- 17). Enfermo de
lepra, acepta la sugerencia de una pobre esclava y se encomienda a los cuidados
del profeta Eliseo para curarse, que para él es un enemigo.
Sin embargo, Naamán está dispuesto a
humillarse. Y Eliseo no pretende nada de él, sólo le ordena que se sumerja en
las aguas del río Jordán. Esa indicación desconcierta a Naamán, más aún, lo
decepciona: ¿Puede ser realmente Dios uno que pide cosas tan insignificantes?
Quisiera irse, pero después acepta bañarse en el Jordán, e inmediatamente se
curó.
El corazón de María, más que ningún otro,
es un corazón humilde y capaz de acoger los dones de Dios. Y Dios, para hacerse
hombre, la eligió precisamente a ella, a una simple joven de Nazaret, que no
vivía en los palacios del poder y de la riqueza, que no había hecho obras
extraordinarias. Preguntémonos si estamos dispuestos a recibir los dones de
Dios o si, por el contrario, preferimos encerrarnos en las seguridades
materiales, en las seguridades intelectuales, en las seguridades de nuestros
proyectos.
Es significativo que Naamán y el
samaritano sean dos extranjeros. Cuántos extranjeros, e incluso personas de otras
religiones, nos dan ejemplo de valores que nosotros a veces olvidamos o
descuidamos.
El que vive a nuestro lado, tal vez
despreciado y discriminado por ser extranjero, puede en cambio enseñarnos cómo
avanzar por el camino que el Señor quiere. También la Madre de Dios, con su
esposo José, experimentó el estar lejos de su tierra. También ella fue
extranjera en Egipto durante un largo tiempo, lejos de parientes y amigos. Su
fe, sin embargo, fue capaz de superar las dificultades. Aferrémonos fuertemente
a esta fe sencilla de la Santa Madre de Dios; pidámosle que nos enseñe a
regresar siempre a Jesús y a darle gracias por los innumerables beneficios de
su misericordia.
Fuente:
Zenit