Su testimonio hace que muchos musulmanes vean con buenos ojos el cristianismo
La Catedral de Mogadiscio en ruinas |
Ella es misionera en uno de los Emiratos Árabes. No puede hablar por miedo a las represalias del Gobierno. Su visado para continuar en el país pende de un hilo por hablar de más en algunas ocasiones.
Lo mismo le ocurre a él en Pakistán, o a ellos en la India. Las respuestas negativas a la solicitud de entrevistas de esta periodista se han sucedido durante toda la semana. La denuncia pública de la situación en la que viven pesa menos que el amor al pueblo que se nutre del Evangelio a escondidas.
Yemen, un país 100 % musulmán
El sacerdote salesiano indio George Muttathuparambil sí puede hablar, pero ya desde la India. Tuvo que huir de Yemen después de que su estancia en el país se complicase tras el ataque yihadista a un centro de las Misioneras de la Caridad en marzo de este año.
“No hay cristianos locales. Los únicos que hay son trabajadores que han llegado de países como la India, Sri Lanka, Pakistán o Filipinas”, señala. Hasta 2011 los cristianos gozaron de algo de libertad. Por ejemplo, “podíamos tener servicios religiosos, aunque se celebrasen de forma privada. El Gobierno sabía que se daban estas prácticas, y no se oponía”. Incluso las Misioneras de la Caridad tenían cuatro centros, elegidos personalmente por la madre Teresa, “que puso como condición que las comunidades tuvieran su propio sacerdote. Gracias a ella pudieron entrar curas a Yemen”. Pero todo cambió después de la primavera árabe. “La caída del entonces presidente favoreció que los extremistas impusieran la idea de que quienes no profesaran el islam no tenían derecho a vivir”, recuerda el padre George.
Desde ese momento “no pudimos volver a hacer evangelización directa”. Su forma de permanecer en el país fue a través de los centros de las Misioneras de la Caridad, porque la asistencia caritativa de las monjas aún gozaba de algo de respeto. Pero con el golpe de Estado en 2014 y la guerra civil “llegó el verdadero problema”, reconoce. “Cuando estalló la guerra me quedé solo atendiendo a las hermanas y a los enfermos. Nuestra labor callada hizo que fuéramos mayores faros de luz en medio de la oscuridad. Mucha gente pedía refugio en los centros y nos preguntaba por qué no nos marchábamos del país. La respuesta era que nunca abandonaríamos a nuestros pacientes”. Ese testimonio hizo que muchos musulmanes vieran con ojos nuevos la religión cristiana. “Su fe es muy fuerte, su fe es mejor que nuestra fe y su religión es mejor que nuestra religión”, les decían.
El 4 de marzo de este año un grupo de yihadistas rompió ese muro invisible de respeto que el pueblo yemení profesaba a las misioneras. Irrumpieron en uno de sus centros y mataron a cuatro de ellas y a otros doce pacientes. Al padre Tom Uzhunnalil, compañero salesiano y amigo de George, lo secuestraron y todavía no hay noticias de su paradero. “Casi un mes después tuve que volver a India porque los extremistas me estaban buscando”. Las hermanas siguen allí, ahora solo en dos centros, y no hay ningún sacerdote que celebre Misa clandestina para ellas, que las acompañe, que las fortalezca.
La catedral-vertedero
El país vecino, Somalia, tiene una población de 10,5 millones de personas. “En total seremos más o menos 500 cristianos en todo el país”, asegura monseñor Giorgio Bertin, obispo de Yibuti y administrador apostólico de Mogadiscio. El éxodo de los cristianos del país africano comenzó en 1989, al inicio de la guerra civil. Todavía queda en el imaginario colectivo la irrupción de los milicianos del señor de la guerra Mohamed Farah Aidid dentro de la catedral católica de Mogadiscio mientras celebraba la Misa el obispo Salvatore Colombo. Le asesinaron a tiros en el púlpito. Después se ensañaron con el Cristo del retablo, al que dejaron sin cabeza. El resto de religiosos murió o escapó. Años después, los yihadistas de Al Shabab profanaron su tumba en la cripta y sacaron al cadáver sus empastes de oro. Y la catedral hace las veces de vertedero.
Monseñor Bertin reconoce que, en este contexto, “los cristianos no pueden manifestar abiertamente su fe y no tienen ni un solo lugar de culto”. Pero la Iglesia continúa en el país, aunque “no predica el Evangelio con palabras. Lo hacemos con nuestra presencia, a través del trabajo de Cáritas y siendo buenos vecinos”. Allí el diálogo interreligioso, añade, “es el diálogo de la vida. Servimos, amamos a la gente y buscamos la justicia y la paz. Esa es nuestra Palabra de Dios”.
La educación como arma
La educación es la herramienta de los salesianos para estar en medio de una sociedad contraria al cristianismo. En Nigeria, el religioso argentino Jorge Crisafulli –ahora de misión en Sierra Leona– utilizaba los centros de formación técnica para llegar a zonas del país donde no había llegado antes la Iglesia. “Tenemos presencia en el país desde 1982, pero en 2013 decidimos dar un salto hasta una zona caliente, donde se rigen con la sharia y los cristianos viven en una situación de marginación y discriminación por el mero hecho de creer en Dios”. En esa zona “nunca habían visto un hombre blanco, y menos un misionero. Al principio cuando recorríamos los caminos sentía verdadera tensión porque allí todo el mundo defiende sus aldeas con machetes, arcos y flechas. Y eso que viajaba siempre con alguien que conoce la lengua local –el hausa– y con una persona vestida con uniforme”.
Antes de iniciar el proyecto en la nueva zona, recuerda el religioso, “tuvimos que ir a visitar al emir, que nos recalcó que no podíamos estar allí si íbamos a hacer proselitismo, y que nunca nos cedería ni un pedazo de tierra para construir una iglesia. Pero cuando le dijimos que queríamos montar un centro de formación para jóvenes nos ofreció toda la tierra que quisiéramos”. Ese primer acercamiento dejó claro “que la educación podría ser un punto importante de encuentro y diálogo. Sabíamos que teníamos que predicar a Cristo sin predicar, así que decidimos hablar de tolerancia, paz y perdón, valores profundamente cristianos, y usar la amabilidad como el arma más efectiva para ganar los corazones de los jóvenes”.
Aunque las escuelas de formación sean efectivas, Nigeria cuenta con la presencia del grupo yihadista Boko Haram, que dificulta la estancia de cualquier institución que huela a cristianismo. “Dos semanas después de nuestra llegada a la zona noroeste del país, una chica se inmoló con un cinturón bomba frente a la sede de un instituto”, recuerda. A pesar de los controles, “los terroristas tienen la capacidad de golpear cuando quieren y donde quieren”. Por eso “hemos levantado muros de seguridad en las misiones” y en las zonas del país donde tenemos parroquias “hay un comité de seguridad que se encarga de controlar a todas las personas y coches que entran”.
Como el Cireneo
En Argelia hay más o menos 10.000 católicos en una población de 40 millones de personas. “Hay un radicalismo que predica contra nosotros y tenemos una fuerte discriminación social. Las autoridades no responden a nuestras peticiones de visados de entrada. A este paso, sin que nadie nos convierta en héroes ni mártires, vamos a desaparecer de Argelia”. José María Cantal Rivas, granadino de 49 años, es padre blanco y experto en árabe e islamología.
Ahora lidera desde Argel un proyecto educativo pionero en el norte de África, dirigido a los jóvenes y explícitamente interreligioso. “Lo llamamos la Escuela de la Diferencia. El objetivo es el encuentro, en el ámbito educativo, entre chicos de diferentes creencias, porque para dialogar antes hay que encontrarse”. Un trabajo, el del acercamiento, que cada vez es más necesario en Argelia porque “aquí están convencidos de que es imposible confiar en quien tiene una fe diferente”.
El trabajo de campo es el día a día de Cantal. Ganar la confianza de los vecinos musulmanes es la seña de identidad de su pastoral y pone como ejemplo la historia de Wafa, una joven musulmana que fue violada pero no puede denunciar la agresión por miedo a que todos sepan que ya no es virgen. “Desde hace cuatro meses casi cada noche me llama llorando. No puede dormir, tiene hemorragias continuas, ha perdido peso y siente asco de la vida… De entre todas las personas que conoce se atrevió a contármelo a mí”, explica el religioso.
“Wafa no siempre llora: a veces me habla de venganza, de castigos en esta vida y en la otra; a menudo sueña con dejar este país y empezar una nueva vida lejos de aquí, de su familia –mas preocupada en salvar el honor que en ayudarla–, lejos del monstruo que la agredió y que se pavonea ante ella sabiendo que no irá a la Policía”. El misionero sabe que, “como el Cireneo, solo puedo ayudar a llevar la cruz, pero sé que esa es mi verdadera misión”.
Fuente: ReL