¿No es la
felicidad lo que todos los padres deseamos para nuestros hijos y lo que cada
uno de nosotros anhelamos alcanzar?
La vocación de
todo cristiano – sacerdote, religioso o laico – es la santidad: algo imposible
para nosotros si contamos únicamente con nuestras propias fuerzas, pero posible
para Dios, que con su gracia nos va perfeccionando siempre que le dejemos
actuar y aceptemos en cada momento su voluntad.
Pero cuando hablamos de santidad, debemos previamente clarificar el significado de ese término, porque a menudo se confunde la santidad con la beatería gazmoña, con un cierto clericalismo de sacristía. Y no se trata de eso. Nos hacen falta santos, no santurrones. Estos últimos, a menudo pecan de lo que el propio Cristo criticó a los escribas y fariseos: ser sepulcros blanqueados, pura apariencia que no esconde sino corrupción y muerte.
Santos son todos aquellos que intentan cumplir la voluntad de Dios en su vida
diaria, quienes se esfuerzan por realizar bien su trabajo, quienes luchan por
educar bien a sus hijos y sacar adelante a su familia, poniendo sus talentos –
sus capacidades – al servicio de los demás para contribuir con su esfuerzo a la
construcción del Reino de Dios.
Santos son
quienes aman a Dios por encima de todas las cosas y aman a sus semejantes, a su
prójimo, y no viven para ellos, sino para los demás y para Dios. Y cuando uno
vive desde el mandamiento del Amor, sabe que tiene que aceptar el sufrimiento y
la cruz, porque quien ama sabe que ese amor le va a reportar preocupaciones,
incomprensiones, angustias y, muchas veces, también persecuciones.
Educar para la santidad significa educar para el Amor. Pero un amor entendido no sólo como un mero sentimiento sensibleramente romántico. El Amor que Dios nos pide es una realidad totalizante que integra los sentimientos, la inteligencia y la voluntad: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón (sentimientos), con todo tu entendimiento (inteligencia) y con todas tus fuerzas (voluntad)”. Esto es a lo que se denomina “educación integral”. Por lo tanto, una educación verdaderamente católica debe tener en cuenta esta triple dimensión:
1.- Debemos educar los sentimientos para que los niños aprendan a conocer sus pasiones y a controlarlas; para que el niño aprenda a quererse a sí mismo, aceptándose tal y como es, con sus capacidades y sus limitaciones, sabiéndose hijo de Dios y reconociendo que Dios le quiere tal y como es y que le ha dado la vida para que este mundo sea cada día mejor con su trabajo y su amor a los demás. ¡Cuántos problemas ocasiona en los adolescentes el hecho de no quererse como son!: guapos o feos, más listos o menos listos, más altos o más bajos…
Educar para la santidad significa educar para el Amor. Pero un amor entendido no sólo como un mero sentimiento sensibleramente romántico. El Amor que Dios nos pide es una realidad totalizante que integra los sentimientos, la inteligencia y la voluntad: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón (sentimientos), con todo tu entendimiento (inteligencia) y con todas tus fuerzas (voluntad)”. Esto es a lo que se denomina “educación integral”. Por lo tanto, una educación verdaderamente católica debe tener en cuenta esta triple dimensión:
1.- Debemos educar los sentimientos para que los niños aprendan a conocer sus pasiones y a controlarlas; para que el niño aprenda a quererse a sí mismo, aceptándose tal y como es, con sus capacidades y sus limitaciones, sabiéndose hijo de Dios y reconociendo que Dios le quiere tal y como es y que le ha dado la vida para que este mundo sea cada día mejor con su trabajo y su amor a los demás. ¡Cuántos problemas ocasiona en los adolescentes el hecho de no quererse como son!: guapos o feos, más listos o menos listos, más altos o más bajos…
El problema de
la autoestima se soluciona cuando uno se sabe y se siente verdaderamente amado
por Dios: ese es el principio y fundamento de la santidad. Cada uno es como es,
pero Dios nos quiere a todos con nuestras cualidades y nuestros defectos y se
preocupa de cada uno de nosotros. Dios nos amó desde antes de que nos
concibieran. Para Dios todos somos valiosos, únicos e insustituibles. Y si Dios
piensa así, ¿quiénes somos nosotros para enmendarle la plana? Uno aprende a
quererse a sí mismo cuando se sabe amado por Dios. Y sólo así podemos pretender
amar a los demás. Porque entonces sabremos reconocer en el prójimo a un
hermano, querido igualmente por Dios y, en consecuencia, a alguien a quien debo
respetar en su dignidad y a quien debo querer y ayudar como el buen samaritano
lo hizo con el caminante herido al borde del camino.
Amar al prójimo
implica también que, al conocer mi pecado, mi pequeñez y mis limitaciones,
puedo comprender con caridad y misericordia los pecados y las limitaciones de
los demás, sin juzgar ni condenar a nadie, porque todos estamos necesitados del
perdón de Dios y de conversión constante.
2.- Educar la inteligencia consiste en desarrollar las capacidades de los niños y lograr que sus talentos rindan al máximo. No se trata de pedir milagros a nadie, sino de exigir que la inteligencia de cada niño dé de sí todo lo que pueda dar, sin conformarnos con la mediocridad.
Educar la inteligencia es contagiar a los niños la pasión por la búsqueda de la Verdad, a la que se puede acceder por la razón y por la fe. Es hacer ver al alumno que el mundo está bien hecho y que no es fruto del azar, sino de la voluntad de un Dios bueno que nos quiere. Como decía Louis Pasteur, “un poco de ciencia nos aleja de Dios, mucha nos aproxima”.
Educar la inteligencia consiste, en definitiva, en hacer que el niño se conozca a sí mismo y a su entorno y sepa admirar la belleza, la verdad y el bien que Dios ha puesto en el mundo para nuestra felicidad. Y también que el alumno aprenda a rechazar, con espíritu crítico, las mentiras, los crímenes, la corrupción y todo aquello que atenta contra la dignidad de las personas y contra la belleza de la creación.
3.- Tal vez sea la educación de la voluntad el aspecto más dejado de la mano de Dios en los últimos años. Los presupuestos buenistas y emotivistas (¡qué daño ha hecho Rousseau!) que han destrozado la educación de nuestros niños en los últimos años han hecho olvidar un aspecto fundamental: que no hay aprendizaje sin esfuerzo.
2.- Educar la inteligencia consiste en desarrollar las capacidades de los niños y lograr que sus talentos rindan al máximo. No se trata de pedir milagros a nadie, sino de exigir que la inteligencia de cada niño dé de sí todo lo que pueda dar, sin conformarnos con la mediocridad.
Educar la inteligencia es contagiar a los niños la pasión por la búsqueda de la Verdad, a la que se puede acceder por la razón y por la fe. Es hacer ver al alumno que el mundo está bien hecho y que no es fruto del azar, sino de la voluntad de un Dios bueno que nos quiere. Como decía Louis Pasteur, “un poco de ciencia nos aleja de Dios, mucha nos aproxima”.
Educar la inteligencia consiste, en definitiva, en hacer que el niño se conozca a sí mismo y a su entorno y sepa admirar la belleza, la verdad y el bien que Dios ha puesto en el mundo para nuestra felicidad. Y también que el alumno aprenda a rechazar, con espíritu crítico, las mentiras, los crímenes, la corrupción y todo aquello que atenta contra la dignidad de las personas y contra la belleza de la creación.
3.- Tal vez sea la educación de la voluntad el aspecto más dejado de la mano de Dios en los últimos años. Los presupuestos buenistas y emotivistas (¡qué daño ha hecho Rousseau!) que han destrozado la educación de nuestros niños en los últimos años han hecho olvidar un aspecto fundamental: que no hay aprendizaje sin esfuerzo.
La voluntad es
nuestra capacidad para proponernos metas y objetivos y luchar por alcanzarlos.
Me atrevería a decir que es más importante para un niño ser trabajador que más
o menos listo. A los padres muchas veces nos preocupa lo inteligentes que
puedan ser nuestros hijos y se nos pasa por alto el hecho de que tiene muchas
más posibilidades de salir adelante un niño que se esfuerza, un niño tenaz y
constante, que un niño muy inteligente. Si la inteligencia no va acompañada por
la capacidad de esfuerzo, de nada sirve: ¿Cuántos niños inteligentísimos fracasan
en los estudios por falta de horas de estudio?
La voluntad es
la capacidad de hacer lo que debemos de hacer y lo que es bueno para nosotros;
y no dejarse llevar sólo por lo que nos apetece o lo que nos gusta. La voluntad
forja el carácter del niño y lo prepara para afrontar los retos que la vida le
va a poner por delante con espíritu de sacrificio y de superación. Ya dice el
refrán que “hace más el que quiere que el que puede”.
En conclusión, una educación católica, una educación para la santidad tiene que propiciar que el niño se sepa hijo amado por Dios; tiene que enseñar al joven a conocerse a sí mismo para potenciar sus cualidades y perfeccionar sus limitaciones; tiene que ayudarle a forjarse un espíritu de esfuerzo y de trabajo y a trazarse un proyecto de vida enfocado a poner toda su persona al servicio de los demás para que el mundo sea más bello, más justo y mejor para todos.
En conclusión, una educación católica, una educación para la santidad tiene que propiciar que el niño se sepa hijo amado por Dios; tiene que enseñar al joven a conocerse a sí mismo para potenciar sus cualidades y perfeccionar sus limitaciones; tiene que ayudarle a forjarse un espíritu de esfuerzo y de trabajo y a trazarse un proyecto de vida enfocado a poner toda su persona al servicio de los demás para que el mundo sea más bello, más justo y mejor para todos.
Una educación
para la santidad debe preparar al alumno para luchar contra el mal que habita
en uno mismo y en el mundo, sabiendo que sólo Cristo es el Cordero de Dios que
quita el pecado del mundo y que sólo Él es Santo y sólo su gracia nos puede ir
santificando a nosotros y a la realidad que nos rodea.
Una educación
para la santidad debe grabar en la conciencia de los niños que la Verdad es
Dios y que la mentira es despreciable y diabólica; y que cualquier disciplina
científica o humanística nos puede ayudar a acercarnos más a la Verdad, y por
lo tanto a Dios.
Educar para la
santidad, en definitiva, consiste en hacer comprender al niño que la dignidad
de todo ser humano es sagrada y que la mentira, la corrupción, el robo, el
asesinato, el paro o la pobreza son frutos del pecado que todos debemos
combatir con las armas de la virtud.
Educar para la
santidad, en definitiva, consiste en que en nuestros colegios y en nuestros
hogares, la fe sea una realidad tangible: debemos poner a los niños en el
camino de encontrarse con Cristo para que Él – el único y verdadero Maestro –
nos transforme y nos santifique a través de la oración y de los sacramentos,
sabiendo que solo el Señor es el camino, la verdad y la vida y que sólo Él
puede dar sentido a nuestra existencia y conducirnos hacia la plenitud.
¿Y no es la
felicidad lo que todos los padres deseamos para nuestros hijos y lo que cada uno
de nosotros anhelamos alcanzar?
Una verdadera educación cristiana o es una educación para la santidad o no es cristiana. Y esa educación ha de ser impartida, con la palabra y con el ejemplo, por los padres a sus hijos en casa; y debe ser complementada por los colegios que se llaman a sí mismos “católicos”, con la palabra y el ejemplo de los profesores.
Una verdadera educación cristiana o es una educación para la santidad o no es cristiana. Y esa educación ha de ser impartida, con la palabra y con el ejemplo, por los padres a sus hijos en casa; y debe ser complementada por los colegios que se llaman a sí mismos “católicos”, con la palabra y el ejemplo de los profesores.
La educación
para la santidad es un proceso que dura la vida entera y es la educación
permanente que realmente merece la pena que todos cultivemos, con la ayuda y el
ejemplo de los Santos y desde la fidelidad a la Iglesia, que es Madre y Maestra
en este camino de perfección que todos recorremos hacia Dios.
Por: Pedro Luis Llera Vázquez
Fuente: es.catholic.net