Una elección que sana
Perdón significa máximo don. Es
la forma más grande de amar que Dios me regala. Está por encima de mis
capacidades. No puedo hacerlo por mí mismo, me supera. Perdono en Jesús. Él es
el único que perdona.
Él ya nos salvó, lo perdonó
todo desde la cruz. Yo sólo me abro a ese perdón que Él me regaló en la cruz.
Ahí, en la cruz, están clavados ya todos mis pecados y los de mi cónyuge. Los
de mis hijos.
Creo que ayuda hacer explícito el perdón.
Quizás escribirlo, o decirlo en alto ante Jesús. Le pido a Dios que me ayude a perdonar lo
que yo solo no sé perdonar.
Jesús en su herida me sana a
mí. A cambio de nada. Gratuitamente. Perdono
en Jesús y le doy
un sí a su perdón en la cruz. Siempre es Jesús en mí.
Jesús pasó por la vida sanando
y perdonando. El perdón
sana. El rencor hiere. Jesús se pone en mi lugar en la cruz.
Ocupa mi lugar, atándose para que yo me desate. Perdono delante de Jesús. Ante
su cruz. Porque Él me lo
perdonó todo.
El perdón por tanto es una
gracia que hay que implorar. Imploro el Espíritu Santo para poder perdonar.
Dios entra entonces por la rendija del corazón. Y quedo en paz y liberado. Voy
más allá de mis límites. Ese es el
perdón de Cristo. Más allá de mi lógica, de mis fuerzas, de mi comprensión, de
mi dolor.
Debe ser posible cuando Dios lo
hace en mí. En la vida matrimonial y familiar todo lo
que me daña ha de ser restaurado. Perdono desde mi dolor, no desde la
responsabilidad del otro. Quizás
a veces el otro no tenga tanta culpa en algo concreto, pero nos damos cuenta,
si somos honestos, que estamos dañados.
Porque esperábamos algo que no
pasó. Porque el otro no hizo lo que yo quería o hizo lo que yo no quería. Por
una palabra o un silencio. Todo lo que hay de dolor en mí tengo que perdonarlo
ante Jesús. Porque estoy hecho para amar en libertad. Y para ser libre necesito perdonar.
Perdono cosas que el otro no
sabe que me ha hecho. No tiene
que ver con los sentimientos, a veces si espero a sentir el perdón, pasaré toda
la vida. El perdón es un acto de la voluntad. Es una elección libre que yo hago delante de Dios.
Elijo el perdón en mi vida porque me sana. Yo escojo perdonar en este momento.
Muchas veces el perdón y el
dolor tienen que ver con algo mío. Con mi herida, con mi historia. Con algo que
siempre he deseado, con una carencia de mi infancia que de alguna manera
proyecto en mi marido o en mis hijos para que ellos llenen esa expectativa.
¡Qué importante es conocernos!
Cuando perdono, Dios va sanando
mi alma. Dios lo perdona todo. Perdona todo lo que yo hago. Y eso me ayuda a perdonar
las ofensas de otro.
No siempre tengo que decirle
que le perdono a quien perdono. Incluso cuando se trata de mi marido, de mi mujer o de un hijo.
No es su tema. Es el mío. Es mi perdón. Es a mí a quien sana el perdón, no a él
que a lo mejor no conoce mi herida.
Si me dedico a decirlo algo
quizás puedo dejar herido a quien no sabía nada. A lo mejor esa herida que nos
dejó él mismo la desconoce. Es mejor perdonarle en el silencio del alma. Hay que cuidar a las personas.
Aunque puede ocurrir que a mi marido o a mi hijo
le venga bien saber que le he perdonado. Quizás en algo que
haya hecho que los dos sabemos que nos separa invisiblemente, como una
traición. Entonces sí que se lo digo. El otro necesita saber que fui capaz de
perdonar y ya no guardo rencor.
El perdón es un proceso y tal
vez al final del mismo puedo decirle a esa persona a la que amo que ya está,
que Dios ha logrado en mí el perdón. Esa conversación puede ser muy sanadora para las dos partes.
Fuente: Aleteia