En respuesta a la pregunta y, para decirlo de una vez: la “auto-estima” no es cristiana. Todo lo contrario
La llamada “auto-estima” es una palabra, un concepto y
una enseñanza “moderna” que se nos ha establecido como un “valor” prácticamente
en casi todos los ámbitos de la sociedad actual. Y, lo que es más serio,
también se nos ha colado y establecido en el ambiente religioso ... incluyendo
el Católico.
En respuesta a la pregunta y, para decirlo de una vez:
la “auto-estima” no es cristiana. Todo lo contrario.
Podemos observar que la “auto-estima”, como se trata
de vender, como se está instaurando y como la estamos entendiendo, tiene dos
vertientes:
1.) Por una
parte, el valor que se le asigna al “yo”, muy distinto, por cierto, a lo que en
lenguaje católico llamamos la “dignidad de la persona humana”. Empecemos por
notar que la moderna palabra es una adaptación del inglés “self-esteem”. Y
“self” significa el “yo”, no la persona humana. ¡Persona es mucho más que eso!.
En la Sagrada
Escritura nunca se nos habla del valor que tiene el ser humano por sí mismo.
¿Dónde en la Biblia se nos habla de la estima de uno mismo, de la confianza en
uno mismo, de la fe en nosotros mismos? Todo lo contrario: se nos exige el
aprecio y la estima a Dios, y se nos recomienda la confianza y la fe en Dios.
¡Si hasta se nos dice que lo que tenemos dentro no es nada en lo que podamos
confiar y Jesús nos recomienda negarnos a nosotros mismos! (cf. Mt. 15, 19 y
16, 24). Y en el Antiguo Testamento se nos advierte sobre el peligro de
confiar en nosotros mismos: "Maldito el hombre que confía en el hombre,
que en él pone su fuerza ... Bendito el hombre que confía en el Señor y en El
pone su esperanza..." (Jer. 17, 5-8).
La
“auto-estima” nos vende que debemos tener un alto concepto de nosotros mismos.
Y Cristo nos dice que debemos ser pobres en el espíritu, y hacernos pequeños,
sencillos y humildes. ¡Qué distinto es esto a lo que nos vende la
“auto-estima”!.
Tampoco en la
enseñanza milenaria de la Iglesia se ha hablado nunca del propio valer. Muy por
el contrario, siempre se ha enseñado que nada valemos ante Dios y que nada
somos sin Dios. Es más: que de nuestra cuenta sólo podemos y sabemos pecar.
Y, tomando a un
solo de esos grandes maestros de la Iglesia, San Alfonso María de Ligorio nos
enseña que no somos capaces por nosotros mismos de hacer nada bueno, y que
cualquier bien que hagamos viene de Dios y cualquier cosa buena que tengamos
pertenece a Dios. ¡Qué distinto a lo que nos vende la “auto-estima”! La de San
Alfonso sí es la verdadera “auto-estima”: la estima que tengo por todo lo que
Dios me ha dado y por todo lo que hace en mí.
Otro maestro
espiritual, San Ignacio de Loyola, define la humildad como la renuncia de tres
cosas: renuncia a la propia voluntad, renuncia al propio interés,
y renuncia al propio amor.El propio amor o amor propio es
justamente la auto-estima que tanto se nos
pregona, para -supuestamente- poder ser felices, pero que nos aleja de ese
andar en verdadque es el camino de la humildad.
La
“auto-estima”, entonces, es más bien el término equivalente a ese “amor propio”
(el aprecio de uno mismo y la defensa de uno mismo) contra el cual tanto han
hablado los Santos y el cual tanto se ha insistido debemos combatir para
poder progresar en la vida espiritual.
Y,
oficialmente, la Iglesia no ha cambiado este discurso milenario que está basado
en la Sagrada Escritura. Basta revisar el Catecismo y los Documentos del
Concilio Vaticano II para darnos cuenta de la corroboración de que todo valer
nos viene de Dios ...no de nosotros mismos. (cf. CIC # 1700-#1715, #1784-1785;
GS #14-#19).
2.) En segunda
instancia, trata de basarse la llamada “auto-estima” en el supuesto amor que
debemos tenernos a nosotros mismos, al interpretar erróneamente el mandamiento
amar al prójimo “como a uno mismo”. Nunca nos dice la Biblia que debemos
amarnos a nosotros mismos.
Al contrario,
he aquí lo que Jesús sí nos dijo: “El que se ame a sí mismo en este mundo,
se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida
eterna”. (Jn. 12, 25). (Algunas traducciones dicen: “El que ama su vida,
la destruye, y el que desprecia su vida en este mundo, la conserva para la vida
eterna”)
Veamos: al
decirnos Jesús que debíamos amar a los demás como a nosotros mismos, quiso el
Señor poner una medida mínima a nuestro amor a los demás. Pero no significa
este mandato que amar consiste en estimarse uno mismo. ¿Puede ser eso amor?
¿Puede la “estima” equipararse al “amor”?
No de acuerdo
al léxico meramente humano. Mucho menos de acuerdo al léxico cristiano, pues
éste es muy claro: amar significa buscar el bien del otro. La medida mínima: el
bien que buscamos hacernos a nosotros mismos. La medida máxima: la del mismo
Cristo, que dio su vida por nosotros.
Como vemos, se
están confundiendo los términos, porque amarse a uno mismo es una cosa muy
distinta a estimarse a uno mismo. Amarse a uno mismo es buscar el propio bien y
la propia complacencia... y ¿dónde en la Sagrada Escritura se nos mandó eso?
Esa fue la medida mínima que Dios nos puso para amar a los demás. Y amar a los
demás no significa estimarlo por sus cualidades, sino más bien, buscar su bien
sin tener en cuenta ni sus cualidades, ni sus defectos. ¡Qué distinto a lo que
nos vende la “auto-estima”!.
La
“auto-estima” nos vende además que, ese alto aprecio de nosotros mismos y el
complacernos a nosotros mismos es lo que nos hace ser personas “realizadas”.
Pero Cristo nos dice que debemos negarnos a nosotros mismos y que primero
vienen Dios y los demás, y uno debe ser el último. Este tema de la negación de
uno mismo y de preferir a Dios y a los demás aparece a lo largo de toda la
Biblia.
Jesús es su
ejemplo más claro. Y ¡oh paradoja! Él nos asegura que, al negarnos a nosotros
mismos y al poner las cosas en ese orden, seremos felices.
La
“auto-estima”, por el contrario, nos lleva a que seamos nosotros el centro de
nosotros mismos (ego-centrismo) y a que nos sirvamos, primero o solamente, a
nosotros mismos (ego-ísmo). Pero Cristo nos lleva a que Dios sea nuestro centro
y a que no nos sirvamos a nosotros mismos, sino a los demás.
Pero... el encanto
del “yo”-igual que en el Paraíso terrenal- se ha hecho irresistible. La
“auto-estima” ha logrado sustituir a Dios por el “yo”.
Es lo que
alertaba San Pablo sobre los últimos tiempos: los hombres se amarán más a sí
mismos que a Dios, y todo bajo apariencia de bien (cf. 2 Tim. 3, 4).
Es lo que alertaba la Iglesia Católica, desde el
Concilio Vaticano II en 1965, al referirse al peligro que había al pretender
convertir a “ciertos bienes (valores) humanos en sustitutos de Dios ...
exaltando tanto al hombre, que se deja sin contenido la fe en Dios ... Con la
exposición inadecuada de la doctrina se ha ‘velado’ más bien que ‘revelado’ el
genuino rostro de Dios y de la religión”. (G.S. #19).
Fuente: buenanueva.net