Siempre hay algo bueno
que se puede hacer
Siempre hay algo bueno que puedo hacer
por alguien.
Siempre puedo ser más generoso, más libre, más entregado, más bueno, más
humilde. Siempre hay personas que pueden recibir un bien de mis manos, de mis
palabras.
¿Hago yo ese bien
que se puede hacer o peco por omisión? ¿Es
suficiente todo lo que entrego? ¿Soy realmente generoso? Me gustaría
saberlo. Pero pocas veces lo sé.
En ocasiones sí,
cuando noto en mi alma que estoy siendo egoísta, que estoy privilegiando otras
cosas o me estoy encerrando en mi comodidad.
Creo en la
generosidad como esa actitud de vida que salva el corazón. Sé que si fuera más
generoso lograría sembrar mucho más bien en este mundo del que ya siembro. Lo
necesito, me hace bien dar más.
Le pido a Dios que me enseñe el camino: “Los
dones del Espíritu Santo son por excelencia los medios que impulsan al alma a
la generosidad; son los que prestan alas al alma para que se aventure a otro
mundo”.
Sueño con ser
generoso para salir de mí mismo, para creer en el poder de Dios cuando me dejo
tocar. Imploro esa presencia del Espíritu que todo lo transforma, todo lo
cambia.
Quiero alas para
volar más allá de mi pobreza. Alas que me impulsen cuando caigo en el desánimo
y en la desesperanza.
El Espíritu Santo me impulsa a la lucha, a la entrega, a
salir de mí mismo, a vencer mis miedos, a calmar la sed de amor que padece el
hombre.
Me da miedo convertirme en un cristiano con la vida ya
hecha, resuelta, lograda.
Me da miedo vivir con todo protegido. Asegurando aquellas cosas que parecen
darme una felicidad duradera, aunque sea mentira. La felicidad del momento
siempre es pasajera, lo sé.
Me da miedo no
seguir a Jesús a donde vaya y quedarme quieto pensando en mí mismo, en lo que
me hace falta, en lo que no me parece suficiente.
Le he dicho a
Jesús tantas veces en momentos de amor: “Tú lo
sabes todo, Tú sabes cuánto te quiero. Sabes que te sigo siempre”.
Pero luego nada cambia en mi vida. Y no lo
sigo con el corazón grande, con el alma libre. Y hago que mis
palabras no tengan ningún valor.
Quisiera ser más radical en mi entrega. Lo pienso. Lo sueño. Lo rezo. No quiero
dejarme llevar por la rutina.
Me gustaría agradecer cada pequeño detalle del día con una
alabanza, con una sonrisa.
Mirar el paso de Dios silencioso por mi alma, descubrir su huella, escuchar su
voz.
Quedarme a solas
con Él y rezar muy hondo. Sentir que me toca con su mano firme, sosteniendo mi
debilidad. Notar
que me abraza por la espalda, para darme ánimo. Oler su beso en la mejilla,
muestra de tanto cariño.
A veces pienso
que la vida se me escapa entre los dedos sin ver a Dios. Y no acabo de ser tan
generoso como quisiera. No quiero convertirme en un hombre duro que va juzgando
y condenando a todo el mundo por no estar a su altura. No lo quiero.
No creo en una santidad que condena, que sentencia, que juzga. Creo en una santidad que ama, que se
humilla y se entrega desde la pobreza.
La verdad es que
quiero a Jesús, quiero estar con Él. Sé que siempre permanece a mi lado, aunque
no lo sienta. Saberlo me da paz. Saber que está ahí pase lo que pase,
imperturbable, firme.
Mis palabras
pasarán. Mis obras serán olvidadas. Pero Él al
final del día se queda junto a mí. Lo hace siempre.
Podrán venir los
fracasos, podré perder la fama, ser olvidado, pero Jesús jamás se va. Ya sea
que fracase, ya sea que tenga éxito, Él va conmigo.