Cuanto más grande es el imperio que uno logra, más trágico es el fin que le espera sin el horizonte de Dios y de la inmortalidad
A
medida que el hombre se cierra a Dios, se bloquea en él el pensamiento de la
muerte. Es el síndrome de la avestruz que esconde la cabeza en un agujero para
no ver el peligro. Este tipo de hombre, incapaz de mirar la muerte de frente,
en la antigüedad era considerado necio, porque perdía el horizonte de su
existencia finita.
Sabio era, por el contrario, el que pensaba en la muerte,
consideraba su término temporal y se preparaba a morir, consciente de que sólo
así dignificaba sus días. Filosofar era sinónimo de aprender a morir.
En
el evangelio de hoy, un oyente pide a Jesús que interceda ante su hermano para
que reparta la herencia con él. Jesús, dirigiéndose al público, dice que se
guarden de toda clase de codicia porque, aunque uno ande sobrado, la vida no
depende de sus bienes. Lo sabemos por experiencia. Jesús no dice nada nuevo.
Hasta los más ricos y poderosos de la tierra mueren como los más pobres,
irremediablemente. Jesús cuenta entonces la historia de un rico que, al tener
una gran cosecha, se dio cuenta que no tenía dónde almacenarla.
Pensó entonces
derribar los graneros que poseía y construir otros más grandes, capaces de
guardar todos sus bienes hasta el fin de sus días. Y se decía así mismo: «alma
mía, tienes bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe,
banquetea alegremente». En estas andaba, dice Jesús, cuando Dios le dijo:
«Necio, esta noche te van a reclamar el alma, y ¿de quién será lo que has
preparado?». Y, como colofón de la historia, concluye Jesús: «Así es el
que atesora para sí y no es rico ante Dios» (Lc 12,19-21).
¿Quién
no conoce historias semejantes? La codicia no tiene límite, se autoalimenta con
el afán de agrandar el granero. Jesús lanza primero una pregunta que desvela lo
absurdo de almacenar bienes que serán para otro, porque la muerte impide
gozarlos a quien los atesora. El fin de muchas fortunas termina en la Hacienda
pública o en disputas feroces de herederos, legítimos o advenedizos. La segunda
afirmación de Jesús nos sitúa en el plano de la transcendencia, el que los
codiciosos olvidan: así es el fin de quienes atesoran para sí y no son ricos
ante Dios.
Naturalmente, quien no cree en Dios quedará frío ante esta
consideración. Jesús llama necio al que vive así, porque hacerse rico para sí
mismo, cuando tenemos los días contados, sólo se justificaría si la riqueza
tiene un fin social, y se convierte en ayuda para otros. Pero no es esta la
perspectiva de la parábola, que busca poner en evidencia la necedad de una vida
en la que todo se ve de tejas para abajo. Por eso Jesús advierte del peligro
que tiene la codicia.
Cuanto más grande es el imperio que uno logra, más
trágico es el fin que le espera sin el horizonte de Dios y de la inmortalidad.
Al final, se queda sólo consigo mismo y con sus bienes, como muestra la genial
película «Ciudadano Kane», un magnate ambicioso que, cuando muere totalmente
solo, pronuncia el nombre del trineo con que jugaba en su niñez, la única etapa
de su vida en que fue feliz. Normalmente el codicioso tiene el alma fría, es
insensible a las necesidades de los demás, vive obsesionado por los bienes,
volcado en sí mismo, enterrado ya en vida entre sus bienes. Olvida que cada día
que pasa es un día que le gana la muerte en su llegada. Es un necio.
+
César Franco Martínez
Obispo
de Segovia
Fuente: Obispado de Segovia