Todo me parecía maravilloso. Me creía transportada a un desierto
El lunes 9 de abril, día
en que el Carmelo celebraba la fiesta de la Anunciación, trasladada a causa de
la cuaresma, fue el día elegido para mi entrada. La víspera, toda la familia se
reunió en torno a la mesa, a la que yo iba a sentarme por última vez. ¡Ay, qué
desgarradoras son estas reuniones íntimas...!
Cuando una quisiera pasar
inadvertida, te prodigan las caricias y las palabras más tiernas, y te hacen
más duro el sacrificio de la separación... Mi rey querido apenas hablaba, pero
su mirada se posaba en mí con amor... Mi tía lloraba de vez en cuando, y mi tío
me dispensaba mil atenciones de cariño. También Juana y María me colmaban de
delicadezas, sobre todo María, que, llevándome aparte, me pidió perdón
por todo lo que creía haberme hecho sufrir.
Y finalmente, mi querida Leonia,
que había vuelto de la Visitación hacía algunos meses, me colmaba como nadie de
besos y caricias. Sólo de Celina no he dicho nada. Pero ya puedes imaginarte,
Madre querida, cómo transcurrió la última noche en que dormimos juntas...
En la
mañana del gran día, tras echar una última mirada a los Buissonnets, nido
cálido de mi niñez que ya no volvería a ver, partí del brazo de mi querido rey
para subir a la montaña del Carmelo... Al igual que la víspera, toda la familia
se reunió para escuchar la santa Misa y recibir la comunión.
En cuanto Jesús
bajó al corazón de mis parientes queridos, ya no escuché a mi alrededor más que
sollozos. Yo fui la única que no lloró, pero sentí latir mi corazón con tanta
fuerza, que, cuando vinieron a decirnos que nos acercáramos a la puerta
claustral, me parecía imposible dar un solo paso. Me acerqué, sin embargo, pero
preguntándome si no iría a morirme, a causa de los fuertes latidos de mi
corazón... ¡Ah, qué momento aquél! Hay que pasar por él para entenderlo... Mi
emoción no se tradujo al exterior.
Después de abrazar a todos los miembros de
mi familia querida, me puse de rodillas ante mi incomparable padre, pidiéndole
su bendición. Para dármela, también él se puso de rodillas, y me bendijo
llorando... ¡El espectáculo de aquel anciano ofreciendo su hija al Señor,
cuando aún estaba en la primavera de la vida, tuvo que hacer sonreír a los
ángeles...! Pocos instantes después, se cerraron tras de mí las puertas del
arca santa y recibí los abrazos de las hermanas queridas que me habían hecho de
madres y a las que en adelante tomaría por modelo de mis actos... Por fin, mis
deseos se veían cumplidos. Mi alma sentía una PAZ tan dulce y tan profunda, que
no acierto a describirla.
Y desde hace siete años y medio esta paz
íntima me ha acompañado siempre, y no me ha abandonado ni siquiera en medio de
las mayores tribulaciones. Como a todas las postulantes, inmediatamente después
de mi entrada, me llevaron al coro. Estaba en penumbra, porque estaba expuesto
el Santísimo, y lo primero que atrajo mi mirada fueron los ojos de nuestra
santa Madre Genoveva, que se clavaron en mí. Estuve un momento arrodillada a
sus pies, dando gracias a Dios por el don que me concedía de conocer a una
santa, y luego seguí a nuestra Madre María de Gonzaga a los diferentes lugares
de la comunidad.
Todo me parecía maravilloso. Me creía transportada a un
desierto. Nuestra celdita, sobre todo, me encantaba. Pero la alegría que sentía
era una alegría serena. Ni el más ligero céfiro hacía ondular las tranquilas
aguas sobre las que navegaba mi barquilla, ni una sola nube oscurecía mi cielo
azul... Sí, me sentía plenamente compensada de todas mis pruebas... ¡Con qué
alegría tan honda repetía estas palabras: «Estoy aquí, para siempre, para
siempre...»! Aquella dicha no era efímera, no se desvanecería con las ilusiones
de los primeros días. ¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no llevar
NINGUNA al entrar en el Carmelo.
Encontré la vida religiosa tal como me la
había imaginado. Ningún sacrificio me extrañó. Y sin embargo, tú sabes bien,
Madre querida, que mis primeros pasos encontraron más espinas que rosas... Sí,
el sufrimiento me tendió los brazos, y yo me arrojé en ellos con amor... A los pies
de Jesús-Hostia, en el interrogatorio que precedió a mi profesión, declaré lo
que venía a hacer en el Carmelo: «He venido para salvar almas, y, sobre todo,
para orar por los sacerdotes».
Cuando se quiere alcanzar una meta, hay que
poner los medios para ello. Jesús me hizo comprender que las almas quería
dármelas por medio de la cruz; y mi anhelo de sufrir creció a medida que
aumentaba el sufrimiento. Durante cinco años, éste fue mi camino. Pero, [70rº]
al exterior, nada revelaba mi sufrimiento, tanto más doloroso cuanto que sólo
yo lo conocía. ¡Qué sorpresas nos llevaremos al fin del mundo cuando leamos la
historia de las almas...! ¡Y cuántas personas se quedarán asombradas al conocer
el camino por el que fue conducida la mía...!
Fuente: Catholic.net