Oposición del superior
Pocos días después de haber
conseguido el consentimiento de mi tío, fui a verte, Madre querida, y te hablé
de mi alegría por que todas mis pruebas hubiesen ya pasado. Pero ¡cuáles no
fueron mi sorpresa y mi aflicción al oírte decir que el Superior no
permitía que entrara antes de los 21 años...! Nadie había pensado en esta
oposición, la más invencible de todas.
Sin embargo, sin desanimarme, yo misma
fui con papá y con Celina a ver a nuestro Padre, para intentar conmoverle
haciéndole ver que tenía verdadera vocación de carmelita.
Salí de la rectoral hecha un mar
de lágrimas; gracias a Dios, estaba escondida bajo el paraguas, pues la lluvia
caía torrencialmente. Papá no sabía cómo consolarme... Me prometió llevarme a
Bayeux en cuanto se lo pedí, pues estaba decidida a conseguir mi propósito.
Llegué incluso a decir que iría hasta el Santo Padre, si Monseñor no quería
permitirme entrar en el Carmelo a los 15 años... Muchas cosas pasaron antes del
viaje a Bayeux. Exteriormente, mi vida parecía la misma.
Seguía estudiando,
Celina me daba clases de dibujo, y mi experta profesora encontraba en mí muchas
cualidades para su arte. Sobre todo, crecía en el amor de Dios. Sentía en mi
corazón unos ímpetus que hasta entonces no conocía. A veces tenía verdaderos
transportes de amor. Una noche, no sabiendo cómo decirle a Jesús que le amaba y
cómo deseaba que fuese amado y glorificado en todas partes, pensé con dolor que
él nunca podría recibir en el infierno un solo acto de amor; y entonces le dije
a Dios que, por agradarle, aceptaría gustosa verme sumergida allí, a fin de que
fuese amado eternamente en ese lugar de blasfemias... Yo sabía bien que eso no
podía glorificarle, porque él sólo desea nuestra felicidad.
Pero cuando se ama,
una siente necesidad de decir mil locuras. Si hablaba de esa manera, no era
porque el cielo no atrajera mis deseos, sino porque en aquel entonces mi único
cielo era el amor, y sentía, como san Pablo, que nada podría apartarme del
objeto divino que me había hechizado... Antes de abandonar el mundo, Dios me
concedió el consuelo de contemplar de cerca las almas de los niños. Al ser la
más pequeña de la familia, nunca había tenido esta suerte. He aquí las tristes
circunstancias que me la depararon. Una buena mujer, pariente de nuestra
sirvienta, murió en la flor de la edad, dejando tres niños muy pequeños.
Durante su enfermedad, trajimos a nuestra casa a las dos niñas pequeñas, la
mayor de la cuales no tenía todavía seis años. Yo me encargaba de cuidarlas
durante todo el día, y era para mí un auténtico placer ver con qué candor
creían todo lo que les decía. Tiene que dejar el santo bautismo en las almas un
germen muy profundo de las virtudes teologales, ya que aparecen ya desde la
infancia, y basta la esperanza de los bienes futuros para hacerles aceptar los
sacrificios. Cuando quería ver a mis dos niñas haciendo buenas migas entre
ellas, en vez de prometer juguetes o bombones a la que cediese primero, les
hablaba de las recompensas eternas que el Niño Jesús daría en el cielo a los
niñitos buenos.
La mayor, cuya razón empezaba ya a despertarse, me miraba con
ojos resplandecientes de alegría, me hacía mil preguntas encantadoras sobre el
Niño Jesús y su hermoso cielo, y me prometía entusiasmada ceder siempre ante su
hermana. Y me decía que jamás en la vida olvidaría lo que la «gran señorita»,
como ella me llamaba, le había enseñado... Viendo de cerca a estas almas
inocentes, comprendí la desgracia que supone el no formarlas bien desde su
mismo despertar, cuando se asemejan a la cera blanda sobre la que se puede
dejar grabada la huella de las virtudes, pero también la huella del mal...
Comprendí lo que dice Jesús en el Evangelio: «Mejor sería ser arrojado al mar
que escandalizar a uno solo de estos pequeños».
¡Cuántas almas llegarían a la
santidad si fuesen bien dirigidas...! Sé muy bien que Dios no tiene necesidad
de nadie para realizar su obra. Pero así como permite a un hábil jardinero
cultivar plantas delicadas y le da para ello los conocimientos necesarios,
reservándose para sí la misión de fecundarlas, de la misma manera quiere Jesús
ser ayudado en su divino cultivo de las almas. ¿Qué ocurriría si un jardinero
desmañado no injertase bien los árboles? ¿Si no conociese bien la naturaleza de
cada uno de ellos y se empeñase en hacer brotar rosas de un melocotonero...?
Haría morir al árbol, que, sin embargo, era bueno y capaz de producir frutos.
De la misma manera hay que saber reconocer desde la infancia lo que Dios pide a
las almas y secundar la acción de su gracia, sin acelerarla ni frenarla nunca.
Como los pajaritos aprender a cantar escuchando a sus padres, así los niños
aprenden la ciencia de las virtudes, el canto sublime del amor de Dios, de las
almas encargadas de formarles para la vida. Recuerdo que entre mis pájaros tenía
un canario que cantaba de maravilla. Tenía también un pardillo al que le
prodigaba cuidados verdaderamente maternales porque lo había adoptado antes que
pudiese gozar la dicha de la libertad. Este pobre prisionerito no tenía padres
que le enseñasen a cantar, pero como oía de la mañana a la noche a su compañero
el canario lanzar sus alegres trinos, quiso imitarlo... Empresa difícil para un
pardillo, por lo que a su dulce voz le costó mucho acordarse a la voz vibrante
de su profesor de música.
Era asombroso ver los esfuerzos que hacía el
pobrecito, pero al fin se vieron coronados por el éxito, pues su canto, aunque
un poco más apagado, era absolutamente idéntico al del canario. ¡Madre mía
querida! Tu fuiste quien me enseñó a mí a cantar... Tu voz me cautivó desde la
infancia, y ahora ¡¡¡me encanta oír decir que me parezco a ti!!! Sé cuánto me
falta para ello, pero, a pesar de mi debilidad, espero cantar eternamente el
mismo cántico que tú... Antes de mi entrada en el Carmelo, tuve también otras
muchas experiencias sobre la vida y las miserias del mundo. Pero esos detalles
me llevarían demasiado lejos. Voy a reanudar el relato de mi vocación.
Fuente: Catholic.net