No existe mayor grado de intimidad y de relación interpersonal que este venir de Dios a nosotros y vivir en los entresijos del ser humano
Las palabras de
Jesús en el evangelio de este domingo revelan la originalidad del cristianismo.
A punto de partir hacia el Padre, Jesús prepara a sus discípulos para la
despedida y les dice esta misteriosa frase: «Me voy y vuelvo a vuestro lado».
¿A qué se refiere Jesús? Ciertamente se va. Retorna al Padre. ¿Por qué dice
entonces que vuelve a su lado?
Los discípulos no quedarán solos ni abandonados. No
habrá motivo para la cobardía ni el temor: «Que no tiemble vuestro corazón ni
se acobarde», dice Jesús. Su lugar será ocupado por el «Consolador», que es el
Espíritu del Padre y del Hijo. Durante el tiempo de su presencia entre los
hombre, Jesús ha realizado el oficio de consolar.
Es normal, pues, que el anuncio de su partida provoque
inseguridad, temor y desamparo. Pero no será así: él mismo afirma que vendrá
«otro Consolador» y ocupará su puesto. Le llama Defensor y Espíritu de la
verdad, cuyo oficio consiste en enseñar toda la verdad a los cristianos y
recordarles lo que él ha dicho. El Espíritu viene a ocupar el puesto de Jesús y
a hacer viva su memoria. ¿Existe mayor consuelo?
Las palabras de
Jesús no se limitan a esto. Da un paso más. Su venida a nosotros será personal
y directa. Vendrá con el Padre y ambos pondrán en nosotros su morada. «El que
me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos
morada en él» (Jn 14,23). No hay mayor intimidad entre Dios y el hombre que
ésta. El cristianismo se aleja de toda concepción panteísta de la relación con
Dios, que disuelve el yo personal del hombre y el de Dios. Aunque Dios todo lo
llena con su presencia y nada existe sin su aliento que sostiene la creación,
su relación con el hombre es personal.
San Pablo,
predicando a los atenienses, dice que en Dios «vivimos, nos movemos y
existimos». El apóstol se remite a una concepción filosófica de Dios,
principio de la vida, del movimiento y del ser. Las palabras de Jesús superan
esta concepción, pues presentan al Padre y al Hijo viniendo al hombre y
habitando en él. Esta enseñanza, que será llamada en la teología
«inhabitación», convierte al hombre en la morada de Dios; y Dios, a su vez, se
ha hecho huésped, inquilino del hombre que lo acoge bajo su techo. No existe
mayor grado de intimidad y de relación interpersonal que este venir de Dios a
nosotros y vivir en los entresijos del ser humano. Como dice el gran poeta
Dámaso Alonso: «Hombre es amor, y Dios habita dentro de ese pecho y, profundo,
en él se acalla».
Dios ha querido
dar, con su venir a nosotros, una respuesta a la soledad del hombre, en
ocasiones terrible e insoportable. El hombre no es un ser solo e inhabitable.
Es un ser abierto a la relación y comunicación con Dios. Su cuerpo es un templo
más hermoso que la catedral más bella. Porque es un templo a imagen del huésped
que lo habita: el Dios personal y trino, hecho hombre en Jesucristo, el Dios
que dentro de cada uno de nosotros contempla su creación y se aproxima a cada
hombre desde nuestra carne, que él ha hecho suya, para poder consolar, amar, sanar
y animar al que pierde la esperanza.
Es el Dios que no sólo ha querido poner su
tienda —es decir, su cuerpo— junto al nuestro, sino que ha optado por vivir
dentro del hombre mismo, llenando el vacío de la soledad que tantas veces le
lleva a preguntarse sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre el dolor
que le atenaza. Dios vive en ese hombre, que, a veces sin saberlo, dialoga con
él.
+ César
Franco Martínez
Obispo de
Segovia
Fuente: Obispado de Segovia