Una
gran pregunta sobre los “límites” en los casos de enfermedades graves
Cuál
es, en caso de graves enfermedades, el comportamiento que se debe tener
respecto a los tratamientos propuestos por los médicos? ¿Deben aceptarse
siempre, incluso cuando los efectos colaterales pueden ser devastadores? ¿O es
posible renunciar, sabiendo que quizá la duración de la vida se acortará
pero que la calidad será mejor?
Responde
el sacerdote Maurizio Faggioni, profesor de Teología Moral en la Facultad
Teológica de Italia Central.
La
vida y la salud son un bien fundamental de la persona y es razonable -y hasta
cierto punto un deber- para la persona cuidarse y cuidar la salud.
Es
una tarea de la medicina prevenir y tratar las enfermedades y, si no es posible
curar cierta patología, esta se pone como objetivo mejorar al menos la calidad
de vida del paciente, como sucede en el caso de la medicina paliativa.
El
objetivo de las terapias es, de hecho, lograr, en el mejor modo posible, el bienestar de la persona.
No
existe, sin embargo, siempre y para cada uno la obligación de usar todos los
diversos medios que la medicina tiene hoy a disposición pues el medio terapéutico debe evaluarse según la situación
concreta del paciente.
Una
primera evaluación, de naturaleza estrictamente biomédica, se basa en la relación medio/beneficio:
se trata de una relación de proporcionalidad entre el medio terapéutico
empleado y los resultados esperados en términos de curación, de supervivencia y
de mejoría de la calidad de vida.
Un
medio debe considerarse desproporcionado
si obtiene pocos o ningún resultado y si los medios ingentes y sofisticados
logran resultados
insuficientes.
En
ciertas situaciones un tratamiento podría resultar completamente ineficaz o,
incluso, nocivo para el paciente porque –como escribe el lector– tiene efectos
colaterales devastadores, como podría ser el caso de un ciclo de quimioterapia
en fase terminal de un tumor.
No es
razonable y es, incluso, cruel
hacia la persona practicar una terapia que tenga el único efecto de prolongarle la vida de una manera penosa,
sin darle esperanzas ni de curación ni de mejorar la calidad de su vida.
Se
habla en estos casos de encarnizamiento
terapéutico y es cierto para la moral católica que es necesario
preservar a los pacientes de encarnizamientos inútiles y dañinos.
En
general, la decisión de renunciar a una intervención terapéutica, para que sea
moralmente aceptable, no debe proceder de la voluntad de dar muerte
porque sería un deseo homicida, ni de darse muerte porque no es razonable que
un agente moral se realice autonegándose.
Por
principio, una terapia
proporcionada es obligada para un paciente.
Puede
ser, sin embargo, que en el caso de una terapia juzgada por los médicos como
técnicamente proporcionada y apropiada resulte, en una cierta situación, extraordinaria
y, por lo tanto, no obligatoria para ese paciente particular en relación a sus
condiciones físicas, psicológicas, sociales y económicas, como ya decía Pío XII
en 1957.
Se
puede, en buena conciencia, renunciar o interrumpir un tratamiento si este es
razonablemente percibido por un enfermo como insostenible, arriesgado,
pesado o penoso.
El
Catecismo de la Iglesia Católica dice que a veces puede ser legítimo suspender o rechazar tratamientos
“onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados a los resultados”
(CIC, n. 2278).
Un
enfermo con cáncer colorrectal, por ejemplo, frente a la propuesta de un
tratamiento quirúrgico extremamente radical, podría solicitar una intervención
menos drástica y que no implique una desviación (al llamado “saquito”).
La intervención
más radical le ofrecería un pronóstico mejor, pero la gestión del “saquito”
podría resultar insoportable para ese paciente que estaría, por lo tanto,
legitimado a una elección menos valiente, pero más respetuosa de su idea de
calidad de vida.
Como
dice el catecismo en el número 2278, las
decisiones sobre los tratamientos y las terapias deben ser tomadas por el
paciente mismo, en diálogo con los médicos en el contexto de
una relación entre personas, la así llamada alianza terapéutica.
Si el
enfermo no es capaz de tomar estas decisiones entran los familiares u otros
sujetos –según lo previsto por las leyes– que buscarán evaluar
objetivamente lo que es mejor para él.