Deseos de entrar en el Carmelo
Cuando un jardinero rodea
de cuidados a una fruta que quiere que madure antes de tiempo, no es para
dejarla colgada en el árbol, sino para presentarla en una mesa ricamente
servida. Con parecida intención prodigaba Jesús sus gracias a su
florecita...
Él, que en los días de su vida mortal exclamó en un transporte de
alegría: «Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios
y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla», quería hacer
resplandecer en mí su misericordia.
Como dice san Juan
de la Cruz en su Cántico: «Sin otra luz ni guía sino la que en el corazón
ardía. Aquesta me guiaba más cierto que la luz del mediodía adonde me esperaba
quien yo bien me sabía». Ese lugar era el Carmelo. Pero antes de «sentarme a la
sombra de Aquel a quien deseaba», tenía que pasar por muchas pruebas. Pero la
llamada divina era tan apremiante, que si hubiera tenido que pasar entre
llamas, lo habría hecho por ser fiel a Jesús... Sólo encontré un alma que me
animase en mi vocación: la de mi Madre querida... Mi corazón encontró en el
suyo un eco fiel; y sin ella, yo no habría llegado en modo alguno a la ribera
bendita que la había acogido a ella cinco años antes en su suelo impregnado del
rocío celestial...
Sí, hacía cinco años que yo estaba separada de ti, Madre
querida, y creía que te había perdido. Pero en el momento de la prueba fue tu
mano la que me indicó el camino que debía seguir... Necesitaba ese consuelo,
pues las visitas al locutorio del Carmelo me resultaban cada vez más penosas;
no podía hablar de mis deseos de entrar, sin verme rechazada. María pensaba que
era demasiado joven y hacía todo lo posible por impedirme entrar; y tú misma,
Madre, a fin de probarme, tratabas a veces de moderar mi entusiasmo.
En
fin, que si no hubiese tenido verdadera vocación, me hubiera vuelto atrás desde
el primer momento, pues en cuanto empecé a responder a la llamada de Jesús me
encontré con obstáculos. No quise hablarle a Celina de mis deseos de entrar tan
joven en el Carmelo, y eso aumentó mi sufrimiento, pues me resultaba muy
difícil ocultarle nada... Pero este sufrimiento no duró mucho, pues pronto mi
hermanita querida se enteró de mi determinación, y, lejos de intentar
disuadirme, aceptó con un valor admirable el sacrificio que Dios le pedía; para
entender cuán grande era ese sacrificio, habría que saber hasta qué punto
estábamos unidas...
Una misma alma, por así decirlo, nos hacía vivir. Desde
hacía algunos meses, disfrutábamos juntas de la vida más dulce que unas jóvenes
puedan soñar. Todo alrededor de nosotras respondía a nuestros gustos. Teníamos
una gran libertad. En una palabra, yo solía decir que nuestra vida era en la
tierra el ideal de la felicidad... Pero apenas habíamos comenzado a saborear
este ideal de la felicidad, tuvimos que renunciar libremente a él, y mi querida
Celina no se rebeló ni por un instante. Sin embargo, podría haberse quejado, ya
que Jesús no la llamaba a ella la primera... Tenía la misma vocación que yo,
por lo cual le tocaba a ella partir antes...
Pero así como, en tiempos de los
mártires, los que quedaban en la cárcel daban gozosos el beso de paz a sus
hermanos que partían primero para combatir en la arena, y se consolaban
pensando que tal vez a ellos se les reservaba para combates todavía mayores,
igualmente Celina dejó alejarse a su Teresa y se quedó sola para el glorioso y
sangriento combate al que Jesús la tenía destinada como privilegiada de su
amor... Celina, pues, se convirtió en confidente de mis luchas y de mis
sufrimientos, y tomó en ellos tanta parte como si se hubiera tratado de su
propia vocación. De parte de ella no temía yo ninguna oposición.
Fuente: Catholic.net