Si el cielo me colmaba
de gracias, no era porque yo lo mereciese, pues era aún muy imperfecta. Es
cierto que tenía un gran deseo de practicar la virtud, pero lo hacía de una
manera muy peregrina. He aquí un ejemplo. Como era la más pequeña, no estaba
acostumbrada a arreglármelas yo sola.
Celina arreglaba la habitación donde
dormíamos las dos juntas, y yo no hacía ni la menor labor de la casa. Después
de la entrada de María en el Carmelo, a veces, por agradar a Dios, intentaba
hacer la cama, o bien, cuando Celina no estaba, le metía por la noche sus
macetas de flores.
Debido a mi extremada sensibilidad, era
verdaderamente insoportable. Si, por ejemplo, sucedía que hacía sufrir
involuntariamente un poquito a un ser querido, en vez de sobreponerme y no
llorar, lloraba como una Magdalena, lo cual aumentaba mi falta en lugar de
atenuarla, y cuando comenzaba a consolarme de lo sucedido, lloraba por haber
llorado. Todos los razonamientos eran inútiles, y no lograba corregirme de tan
feo defecto. No sé cómo podía ilusionarme con la idea de entrar en el Carmelo
estando todavía, como estaba, en los pañales de la infancia...
Era necesario
que Dios hiciera un pequeño milagro para hacerme crecer en un momento, y ese
milagro lo hizo el día inolvidable de Navidad. En esa noche luminosa que
esclarece las delicias de la Santísima Trinidad, Jesús, el dulce niñito recién
nacido, cambió la noche de mi alma en torrentes de luz... En esta noche, en la
que él se hizo débil y doliente por mi amor, me hizo a mí fuerte y valerosa; me
revistió de sus armas, y desde aquella noche bendita ya no conocí la derrota en
ningún combate, sino que, al contrario, fui de victoria en victoria y comencé,
por así decirlo, «una carrera de gigante ». Se secó la fuente de mis lágrimas,
y en adelante ya no volvió a abrirse sino muy raras veces y con gran
dificultad, lo cual justificó estas palabras que un día me habían dicho:
«Lloras tanto en la niñez, que más tarde no tendrás ya lágrimas que
derramar...»
Fue el 25 de diciembre de 1886 cuando recibí la gracia de salir de
la niñez; en una palabra, la gracia de mi total conversión. Volvíamos de la
Misa de Gallo, en la que yo había tenido la dicha de recibir al Dios fuerte y
poderoso. Cuando llegábamos a los Buissonnets, me encantaba ir a la chimenea a
buscar mis zapatos. Esta antigua costumbre nos había proporcionado tantas
alegrías durante la infancia, que Celina quería seguir tratándome como a una
niña, por ser yo la pequeña de la familia... Papá gozaba al ver mi alborozo y
al escuchar mis gritos de júbilo a medida que iba sacando las sorpresas de mis
zapatos encantados, y la alegría de mi querido rey aumentaba mucho más mi
propia felicidad.
Pero Jesús, que quería hacerme ver que ya era hora de que me
liberase de los defectos de la niñez, me quitó también sus inocentes alegrías:
permitió que papá, que venía cansado de la Misa del Gallo, sintiese fastidio a
la vista de mis zapatos en la chimenea y dijese estas palabras que me
traspasaron el corazón: «¡Bueno, menos mal que éste es el último año...!» Yo
estaba subiendo las escaleras, para ir a quitarme el sombrero. Celina, que
conocía mi sensibilidad y veía brillar las lágrimas en mis ojos, sintió también
ganas de llorar, pues me quería mucho y se hacía cargo de mi pena. «¡No bajes,
Teresa! -me dijo-, sufrirías demasiado al mirar así de golpe dentro de los
zapatos».
Pero Teresa ya no era la misma, ¡Jesús había cambiado su corazón!
Reprimiendo las lágrimas, bajé rápidamente la escalera, y conteniendo los
latidos del corazón, cogí los zapatos y, poniéndolos delante de papá, fui
sacando alegremente todos los regalos, con el aire feliz de una reina. Papá
reía, recobrado ya su buen humor, y Celina creía estar soñando... Felizmente,
era un hermosa realidad: ¡Teresita había vuelto a encontrar la fortaleza de
ánimo que había perdido a los cuatro años y medio, y la conservaría ya para
siempre...! Aquella noche de luz comenzó el tercer período de mi vida, el más
hermoso de todos, el más lleno de gracias del cielo... La obra que yo no había
podido realizar en diez años Jesús la consumó en un instante, conformándose con
mi buena voluntad, que nunca me había faltado.
Yo podía decirle, igual que los
apóstoles: «Señor, me he pasado la noche bregando, y no he cogido nada». Y más
misericordioso todavía conmigo que con los apóstoles, Jesús mismo cogió la red,
la echó y la sacó repleta de peces... Hizo de mí un pescador de almas, y sentí
un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que no
había sentido antes con tanta intensidad... Sentí, en una palabra, que entraba
en mi corazón la caridad, sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar
gusto a los demás, ¡y desde entonces fui feliz...!
Fuente: Catholic.net