María
siempre tiene abierta la puerta de su alma
Me gusta mirar a María. Me gusta arrodillarme ante Ella y pensar
que mi vida está en sus manos. Delante de Ella comprendo la belleza que hay en
medio de las dificultades, de las catástrofes, de las pérdidas.
Una persona me comentaba: “¿Cómo es posible que exista un Dios que
permita catástrofes, terremotos, muertes injustas?”. Es la
misma pregunta que late en muchos corazones. Un Dios que ama no puede permitir
que muera. No puede permitir mi dolor.
El sentido del mal nunca lo entenderé en
esta tierra. Sólo sé que María
me sostiene cuando me duele la injusticia, el mal o la muerte.
Y tienen eco en mi alma las palabras que escribió Ana Frank: “No veo la miseria que hay, sino la
belleza que aún queda”.
Y comprendo que la vida tiene más de bello que de oscuro.
Aunque no lo parezca. Más de luz que de noche. Más de amor que
de odio. Aunque muchas veces me turbe la miseria, la muerte, el dolor.
¡Qué difícil desvelar todos los misterios
del camino y entender ese plan de amor que tiene Dios para mi vida! Sé que la
aventura de la vida se juega en tomar decisiones, en atravesar puertas que se
abren, en superar obstáculos y no darme nunca por vencido.
Sé bien que no todas las puertas estarán
abiertas, como me recuerda Antonio Porchia:
“Se me abre una puerta. Entro y me encuentro con cien cerradas”.
En la vida es así. Abrimos una puerta. Hay mil cerradas al
atravesar el umbral. Mil puertas que no son la mía. Mil puertas
por las que no tengo que pasar. Sólo necesito encontrar esa primera puerta
abierta y pasar por ella. Y luego, otra, la siguiente.
El camino de mi vida tiene muchas puertas
abiertas. He atravesado ya muchas. Otras estaban cerradas. A veces me da
vértigo arriesgarme en esa puerta abierta. Pero confío.
Yo mismo tengo una puerta en mi alma. Un
corazón con puerta muchas veces cerrada. Sé que se abre hacia fuera. Eso lo
tengo claro. Tiene su riesgo abrirla. Se abre dando, no recibiendo. Aunque me
endurezco en medio de la vida y no dejo que nadie pase. Estoy herido.
A mí me gusta atravesar puertas de
misericordia. Para tocar al pasar por ellas el amor de Dios prendido en el
dintel. Que se pegue algo. Pero luego yo no
abro mi puerta, por miedo, por pudor, por vergüenza.
María siempre tiene abierta la puerta de
su alma. Yo llego y
me arrodillo ante Ella y le pido que me enseñe a abrir mi puerta. Su puerta
siempre está abierta. Miro a María.
¿Cómo se puede saber qué puertas se
abrirán con el paso del tiempo?
¿Cómo sé qué puertas permanecerán siempre cerradas, o, estando hoy abiertas, un
día se cerrarán? No lo sé.
Me gustaría tener esa gracia de Dios para
descubrir bien por dónde ir. Conocer el futuro. Pero no importa tanto. Sé, eso
sí, que mi vida descansa en
María, vive de María. La puerta está abierta. María me espera.
Decía el padre José Kentenich: “María ha inscrito nuestro nombre, con
sangre y fuego, en su corazón, imborrablemente”. Me conmueve
pensar en ese amor que ha grabado mi nombre para siempre. Ella me inscribe en
su corazón para la eternidad. A sangre y fuego.
Ha inscrito mi nombre en el corazón de
Jesús. Mi verdadero nombre. No ese que llevo desde la pila del bautismo. Un
nombre que sólo yo sé cuando lo acaricio en el alma. Ese nombre que pronuncia
Dios al llamarme. Me emociono al escucharlo. Sé que soy yo, es sólo mío.
Y así, inscrito en el corazón de María,
escucho mejor los latidos de Dios. Allí se oyen con mayor nitidez. Escucho la
voz que tantas veces desconozco cuando me alejo y me pierdo por los caminos y
las puertas cerradas.
Quisiera saber siempre qué puertas
atravesar, qué
puertas abrir. Qué puertas tengo que dejar cerradas sin insistir. Qué puertas
ceden si empujo suavemente.
No todas las puertas son igual de
importantes. Algunas sí, las que marcan mi camino para siempre. Las que me
hacen optar por un estado de vida. Las que definen mi vida. No sé si siempre
atravesé la puerta correcta. No importa tanto.
Sé que después de decisiones importantes
no siempre hay paz. Pero Dios está ahí, conmigo.
Decía Edith Stein, después de ingresar al
Carmelo: “No podía tener una
alegría arrebatadora. Era demasiado tremendo lo que dejaba atrás. Pero yo
estaba muy tranquila en el puerto de la voluntad de Dios”.
Es difícil imaginar a María llena de paz
camino de Ein Karem con Jesús en su vientre. Cuando había dicho que sí al ángel
con el corazón turbado. Tenía el alma inquieta y segura al mismo tiempo. Sabía que era el camino correcto. Pero no
sabía cómo superaría las adversidades.
Las decisiones importantes, que suponen
un cambio radical en mi vida, normalmente dejan el alma inquieta. Lo sé. Suele
ser así. El alma tarda en
apaciguase. Pero es importante saber que uno ha hecho lo que Dios le pedía. O
al menos tiene esa intuición.
No es sencillo abrir la puerta correcta.
Acertar. Muchas veces llegan al corazón las dudas: ¿Me estaré equivocando? ¿Y si luego
me doy cuenta de que este no es el camino?
Toda decisión es un salto de fe. Y la fe
está unida al amor. Porque
me sé amado cruzo el umbral de esa puerta que se me abre.
Y cuando me lanzo, cuando me abandono con
el corazón, cuando me abandono en Dios y le digo: “Es tu vida, haz con ella lo que quieras”, entonces
todo parece más fácil. Aunque no lo entienda todo. Aunque en medio de la noche
tenga que seguir caminando y confiando.
Lo que Dios me pide es lo que importa. Lo que Dios quiere de mí. Lo que me hará
más pleno. ¿Y si me equivoco? Entonces sigo adelante, o retrocedo, o tomo otra
puerta. Pero Jesús va conmigo, María va conmigo.
Sé bien dónde está ese lugar en el que
podré descansar en sus manos. Miro a María de rodillas. He atravesado la puerta
del santuario y me postro. Me encuentro con su misericordia.
A veces me empeño en golpear puertas
cerradas. Con los puños. Incluso algo enfadado. Pero más me valdría elegir las puertas abiertas. Aunque sólo
vea una rendija.