Pocas imágenes de Cristo han calado tanto en la piedad cristiana como la del
Buen Pastor, que aparece ya en los primeros testimonios pictóricos de las
catacumbas romanas.
Ataviado de pastor, Cristo lleva sobre sus hombros un cordero que ha
rescatado de los peligros para devolverlo a su redil. La imagen viene del mismo
Cristo, que se llama a sí mismo «Buen Pastor» porque da la vida por sus ovejas.
Se contrapone al asalariado, a quien no importan las ovejas y huye cuando viene
el lobo. Cristo no ha huido ante el lobo de la muerte, que le ha devorado,
desvelando así el amor que tiene al hombre. En este duelo entre la vida y la
muerte, Jesús dice con claridad: «Nadie me quita la vida, yo la entrego
libremente».
Curiosamente, el mismo verbo griego que utiliza san Juan
cuando, en el lavatorio de los pies, dice que Jesús «deja» sus vestidos para
lavar los pies a los discípulos, es el mismo que utiliza para decir que Cristo
«deja» la vida para recuperarla de nuevo. Se trata de despojarse de su condición
de Señor para asumir su condición de esclavo y ponerse a los pies de los
hombres. Contemplando este gesto de su Hijo hecho hombre, el Padre —viene a
decir Jesús— se enciende de amor por él, aún más si cabe, ante una entrega tan
inefable y sin límites. La entrega del amor que se explica a sí mismo dando la
vida.
Entregándose a la muerte, Cristo no sólo recupera la vida para
sí, sino para nosotros. Es el encargo que ha recibido del Padre: recuperar la
vida de los hombres para que todos se sientan valorados y amados por Dios. Dicho
sencillamente: la vida de un hombre vale la vida de Cristo. Aquí radica, en
última instancia, la dignidad del hombre y el valor de su vida. Por eso, ningún
cristiano conoce de verdad a Cristo hasta que ha tenido la experiencia de su
amor. Conocer a Cristo no es asunto de libros, de estudio ni de mero
conocimiento intelectual. Conoce a Cristo quien se adentra en la herida de su
costado y aprende a amar como amó él.
Por eso, el gran místico y poeta, san Juan
de la Cruz, presenta a Jesús como un pastorcico, que se ha enamorado de una
pastora —símbolo del hombre— y busca por todos los medios atraerla hacia sí. Y
todo lo que dice, y sobre todo hace, está encaminado a conquistarla mediante
gestos de amor. Y la pena de este pastorcico no es otra que el olvido de la
pastora. Y para atraerla, se deja lastimar, herir, hasta subir a la cruz, donde
el amor alcanza su cima más insospechada, tal como canta nuestro gran místico:
«Y a cabo de un gran rato se ha encumbrado/ sobre un árbol do abrió sus brazos
bellos/ y muerto se ha quedado asido dellos,/ el pecho del amor muy
lastimado».
Un teólogo de nuestros días ha escrito un libro titulado «sólo el
amor es digno de fe». Ante el Cristo despojado de sí mismo por amor, el Cristo
que enciende el amor del Padre, ¿qué mas necesita el hombre para creer? ¿Qué
prueba espera para derrumbarse ante la cruz y dejarse amar de esta manera?
+ César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Obispado de Segovia