Hay regalos que hacen ruido al abrirse y otros que transforman el alma en silencio. La Navidad en su esencia más profunda pertenece a esta segunda categoría
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En Navidad no
es el brillo del papel ni la sorpresa del objeto lo que la vuelve sagrada, sino
el milagro discreto y poderoso del encuentro. Ese acto tan simple y a la vez
tan escaso en nuestros tiempos: reunirnos, estar presentes, mirarnos con el
corazón abierto y compartir el pan, la palabra y la vida.
Un
sacramento cotidiano
En torno a una
mesa —ya sea abundante o modesta— ocurre algo que ningún objeto puede
sustituir. El pastel se parte, la bebida se sirve, las manos se extienden y las
historias vuelven a circular.
La Navidad nos recuerda que estar juntos
es un sacramento cotidiano, una liturgia doméstica donde lo humano y lo divino
se rozan casi sin sentirlo. No es sólo convivir; es reconocernos. Volver a
vernos como familia, como amigos, como hermanos que vamos juntos en el mismo
camino.
La prisa del
año nos va separando
Las heridas no
atendidas se acumulan como polvo bajo la alfombra del tiempo. Rencillas
pequeñas se vuelven muros, palabras mal dichas se transforman en largos
silencios, y el orgullo —ese falso protector del ego— nos convence de que es
mejor mantener distancia que arriesgar un nuevo abrazo.
Pero la Navidad
llega como una invitación clara y misericordiosa: volver al vínculo. Donde hubo
discusiones, que reine el perdón. Donde hubo insultos, que florezca la
reconciliación. Donde el corazón se cerró por cansancio o dolor, que se atreva
otra vez a abrirse, como si nada hubiera sucedido… o, mejor aún, como si todo
pudiera ser sanado.
No se trata de
negar el pasado, sino de redimirlo. La Navidad no borra las heridas, pero las
envuelve con un nuevo afecto. Nos enseña que el amor verdadero no exige cuentas
perfectas, sino presencia sincera. Que el perdón no siempre nace de la justicia
exacta, sino de la compasión profunda. Reunirnos es, en sí mismo, un acto de
valentía espiritual.
Tiempo de
gratitud
Dar gracias por
los que están y por los que ya no. La Navidad nos invita a recordar sin
lágrimas amargas, a invocar ya sin dolor a quienes se nos adelantaron en el
camino.
Su ausencia
duele, sí, pero su amor permanece. Están en la risa que heredamos, en las
palabras que repetimos sin darnos cuenta, en los gestos que aprendimos de
ellos. Recordarlos con paz es honrar su vida, no encerrarla en un luto
permanente.
El regalo de
la Navidad
A veces creemos
que la Navidad es principalmente para los niños, o que su centro está en el
intercambio de regalos. Pero el regalo mayor no cabe en una caja ni se compra
con dinero: es el tiempo compartido, la escucha atenta, la presencia sin
distracciones.
Es apagar el
celular para encender la mirada. Es sentarse sin prisa, aunque sea un momento,
y decir con el cuerpo lo que a veces no sabemos decir con palabras: aquí estoy,
contigo.
Cristo no nace
sólo en un pesebre de hace dos mil años; nace cada vez que lo llamamos, cada
vez que dos o más se reúnen en su nombre, cada vez que la paz vence al
resentimiento y la alegría brota del encuentro. Él es el Emanuel, el
Dios-con-nosotros, y su signo más claro no es el poder, sino la cercanía.
Unión
familiar
Cuando una
familia se reúne con buena voluntad, cuando los amigos se reconcilian, cuando
el perdón se sienta a la mesa y la paz encuentra lugar en el corazón, Cristo
vuelve a nacer. No hace ruido. No exige escenario. Simplemente habita.
Celebremos el
que estemos reunidos, que sigamos estrechando nuestros lazos y que
podamos compartir ese cariño tan único y especial, que brota en estas fechas
tan importantes.
¡Feliz navidad
a todos nuestros amables lectores!
Guillermo
Dellamary
Fuente: Aleteia
