Leía estos días en la última novela del historiador José Soto Chica, sobre la guerra de las Alpujarras, la historia de un niño serbio al que los turcos habían tomado como “tributo de sangre” de su aldea a la temprana edad de nueve años.
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Dominio público |
Esta no es una experiencia extraña para nuestro tiempo. Son muchos los niños que en las múltiples guerras que hoy vive la humanidad, se enfrentan en su infancia al silencio de Dios ante el horror de la violencia. Y de forma ciertamente menos obscena, pero también dolorosa, cada uno de nosotros ha experimentado el atronador silencio de Dios ante el mal o el sufrimiento, propio o cercano, o por la muerte de un ser querido.
Por otro
lado, sin embargo, descubrimos también que, a lo largo de los siglos, muchos niños,
hombres y mujeres, al experimentar este doloroso silencio, no han dejado de
rezar a Jesús, el Cristo, esperando en aquel que es la única palabra de
esperanza que Dios nos ha dado ante este misterio.
¿Qué ha sostenido a estos últimos? ¿Cómo mantener la esperanza ante el mal padecido? En el Evangelio, Jesús entrega a sus discípulos una enseñanza que apunta en este sentido. Aunque lo hemos oído muchas veces, no deja de parecernos escandalosa cada vez que aparece: «amad a vuestros enemigos». ¿Tiene esto sentido? ¿es posible? ¿se puede realmente vivir así?
En esta enseñanza que san Lucas ha recogido al inicio de
su evangelio, esta máxima se desarrolla en tres partes, lo que nos permite
comprender más a fondo su sentido: la primera y la última parte se reconocen
porque comienzan con esta misma fórmula, el mandamiento de amar a los enemigos.
La central nos da en su encabezado la clave de lectura del mandamiento: Tratad
a los demás como queréis que ellos os traten.
La puerta para acoger la enseñanza
de Jesús está en nuestro propio corazón. El deseo de ser amado está tan
arraigado en el hombre que nada en esta vida puede apagarlo. El mal, la
humillación, toda clase de sufrimientos, puede ciertamente oscurecerlo y llenar
nuestro corazón de odio y rencor. Pero no puede apagarlo totalmente. Hasta el
hombre más deleznable desea ser amado y, de alguna manera, corresponder a dicho
amor: «también los pecadores aman a los que los aman», dice Jesús en este mismo
pasaje.
Durante la novela el personaje, ya adulto, se muestra como un frío y sangriento soldado. Pero incluso él, ante el recuerdo de la mujer amada, aunque solo sea por un breve instante, recupera la mirada de aquel niño antes de ser separado de sus padres y su tierra. Amar al enemigo no es el acto de una voluntad forjada a sí misma, ascética o superior, y que sólo estaría al alcance de unos pocos. Por el contra, es el reconocimiento de la necesidad que también yo tengo de ser amado y, sobre todo, cuando hago el mal a otro.
De esta manera podemos acoger en nuestra vida la
forma de amar del Padre, con la que nosotros hemos sido amados por su Hijo,
Jesucristo. «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Amar,
hacer el bien, prestar, dar… mirando, no lo que el otro pueda devolverme, sino
lo que yo he recibido. Esta es la dinámica del don que Dios quiere introducir
en nuestras vidas. Si abrimos el oído y el corazón a las enseñanzas de Jesús y
si empezamos a seguirle como discípulos, experimentaremos como nuestro corazón
se va transformando en el bien recibido, de forma que la magnitud de lo
recibido sea una medida cava vez más colmada.
Obispo de Segovia
Fuente: Diócesis de Segovia