A continuación, la catequesis del Papa Francisco en la Audiencia General de este miércoles 9 de octubre, en la que reflexionó sobre Pentecostés, donde “todos fueron llenos del Espíritu Santo”
Crédito: Daniel Ibáñez/ EWTN News |
Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro
itinerario de catequesis sobre el Espíritu Santo y la Iglesia, hoy nos
referimos al libro de los Hechos de los Apóstoles.
El relato del
descenso del Espíritu Santo en Pentecostés empieza con la descripción de
algunos signos preparatorios - el viento impetuoso y las lenguas de fuego
–, pero encuentra su conclusión en la afirmación: “Y todos quedaron
llenos de Espíritu Santo” (H 2,4). San Lucas – que ha escrito
los Hechos de los Apóstoles – subraya que el Espíritu Santo es quien
asegura la universalidad y la unidad de
la Iglesia. El efecto inmediato de estar “llenos de Espíritu Santo” es
que los Apóstoles “empezaron a hablar en otras lenguas” y salieron del
Cenáculo para anunciar a Jesucristo a la multitud (cf. Hch 2,4ss).
Al hacer eso,
Lucas quiso destacar la misión universal de la Iglesia, como signo de una
nueva unidad entre todos los pueblos. De dos maneras vemos que el
Espíritu trabaja por la unidad. Por un lado, empuja a la Iglesia hacia el
exterior, para que pueda acoger más y más personas y pueblos; por otro,
la reúne en su interior para consolidar la unidad alcanzada. Le enseña a
extenderse en la universalidad y a recogerse en la unidad. Universal y una,
este es el misterio de la Iglesia.
El primero de
los dos movimientos -la universalidad- lo vemos en acción en el capítulo 10
de los Hechos, en el episodio de la conversión de Cornelio.
El día de Pentecostés, los Apóstoles habían anunciado a Cristo a todos
los judíos y observantes de la ley mosaica, cualquiera que fuera el pueblo
al que pertenecieran. Fue necesario otro “Pentecostés”, muy similar al
primero, el de la casa del centurión Cornelio, para inducir a los
Apóstoles a ampliar el horizonte y derribar la última barrera, la que
separaba a judíos y paganos (cf. Hch 10-11).
A esta
expansión étnica se añade la geográfica. Pablo -leemos de nuevo en los
Hechos (cf. 16,6- 10)- quiso proclamar el Evangelio en una nueva
región de Asia Menor; pero, está escrito, “el Espíritu Santo se lo
impidió”; quiso pasar a Bitinia “pero el Espíritu de Jesús no se lo permitió”.
Se descubre inmediatamente la razón de estas sorprendentes prohibiciones
del Espíritu: la noche siguiente, el Apóstol recibió en sueños la orden
de pasar a Macedonia. El Evangelio salía así de su región natal, Asia, y
entraba en Europa.
El segundo
movimiento del Espíritu Santo -el que crea la unidad- lo vemos en acción en
el capítulo 15 de los Hechos, en el desarrollo del llamado Concilio de
Jerusalén. El problema es cómo conseguir que la universalidad alcanzada
no comprometa la unidad de la Iglesia. El Espíritu Santo no siempre obra
la unidad de repente, con intervenciones milagrosas y decisivas, como en
Pentecostés. También lo hace -y en la mayoría de los casos- con un trabajo
discreto, respetuoso con el tiempo y las diferencias humanas, pasando por las
personas y las instituciones, la oración y la confrontación. De una
forma, diríamos hoy, sinodal. Esto es lo que ocurrió, de hecho, en el Concilio
de Jerusalén, para la cuestión de las obligaciones de la ley mosaica.
San Agustín
explica la unidad provocada por el Espíritu Santo con una imagen que se
ha convertido en clásica: “El Espíritu Santo obra en la Iglesia lo mismo
que el alma en todos los miembros de un único cuerpo”. La imagen nos
ayuda a comprender una cosa importante. El Espíritu Santo no obra la
unidad de la Iglesia del exterior, no se limita a ordenarnos que estemos
unidos. Él mismo es el “vínculo de la unidad”. Es Él el que hace la
unidad de la Iglesia.
Como siempre,
concluimos con un pensamiento que nos ayuda a pasar de la Iglesia en su
conjunto a cada uno de nosotros. La unidad de la Iglesia es la unidad
entre las personas y no se consigue actuando de manera teórica, sino en
la vida, se realiza en la vida. Todos queremos la unidad, todos la deseamos
desde lo más profundo de nuestro corazón; sin embargo, es tan difícil de
conseguir que, incluso dentro del matrimonio y de la familia, la unidad y
la concordia son de las cosas más difíciles de alcanzar y aún más difíciles
de mantener.
La razón es que
cada uno quiere, sí, unidad, pero en torno a su propio punto de vista, sin
pensar que la otra persona que tiene enfrente piensa exactamente lo mismo
sobre “su” punto de vista. De este modo, la unidad no hace más que
alejarse. La unidad de Pentecostés, según el Espíritu, se consigue cuando uno
se esfuerza por poner a Dios, y no a uno mismo, en el centro. La unidad
cristiana también se construye así: no esperando a que los demás se unan
a nosotros donde estamos, sino avanzando juntos hacia Cristo. Pidamos al
Espíritu Santo que nos ayude a ser instrumentos de unidad y de paz.
Por Papa
Francisco
Fuente: ACI Prensa