La profunda crisis
de fe que atraviesa la Iglesia, de la que ya nos advirtió san Juan Pablo II al
inicio de este milenio, repercute de modo especial en el sacramento de la
Eucaristía, centro de nuestra vida litúrgica y pastoral.
Dominio público |
He pensado muchas veces que la Iglesia debería volver
a ciertas prácticas de la teología del arcano en los primeros siglos para discernir
las condiciones de edad, madurez espiritual y progresivo crecimiento de la fe
en los contenidos de este sacramento que, por una parte, actualiza el misterio
pascual de Cristo, y, por otra, anticipa el banquete del Reino de los cielos
después de la muerte. No hay misterio tan cercano al hombre y, al mismo tiempo,
tan trascendente y esperanzador. Cercano como el pan y el vino; trascendente
por la eternidad que promete. Si, como dice Jesús, quien come su Cuerpo y bebe
su Sangre vivirá para siempre, nuestros templos deberían estar abarrotados de
fieles, no sólo el domingo, sino el resto de los días de la semana. Las
multitudes que vemos en la Iglesia con ocasión de fiestas religiosas, muchas de
ellas convertidas en eventos populares y culturales, contrasta con la escasa
participación en el mesa eucarística donde recibimos el alimento de la
inmortalidad.
Fallan, por tanto, los contenidos de la fe en la
presencia real y verdadera del Hijo de Dios en las especies del pan y del vino.
No quiero entrar en detalles, pero observemos qué hacen los niños, incluso el
día de su Primera Comunión, cuando, después de comulgar, vuelven a sus sitios y
se ponen a hablar unos con otros. Si falla lo más elemental, ¿qué podemos
esperar de lo esencial? El Corpus Christi es el día del amor fraterno. Este
amor nace de la Eucaristía, que actualiza la entrega de Cristo a la muerte por
nosotros. La escasez de vocaciones a la vida cristiana en general y a los
diversos estados de vida tiene mucho que ver con la desmemoria del amor de Cristo,
que impide a tantos jóvenes a plantearse el seguimiento radical de Cristo o la
fundación de una familia cristiana. No se puede edificar la Iglesia sin
trasformar la propia vida con la Eucaristía.
El amor fraterno, la caridad evangélica, nacen del amor
de Cristo que nos urge a la entrega total. El Corpus Christi, con su solemne
procesión por nuestras calles, invita a reconocer que Cristo vive entre
nosotros y participa de nuestra vida para aspirar a la eterna. Dios nos llama
en el tiempo a la eternidad. El fin de la vida no es la muerte, sino la vitoria
sobre la misma. San Ignacio de Antioquía decía que el pan que partimos es «medicina de
inmortalidad, antídoto para no morir y alimento para vivir en Jesucristo por
siempre».
Jesús instituyó la Eucaristía para quedarse con los
suyos y permitirlos mantener una relación vital —como ocurre con la comida— que
nos transformase en él mismo. Ya decía san Agustín que, de manera opuesta a lo
que sucede con los alimentos ordinarios que llegan a ser parte de nuestro
organismo, la comida eucarística nos trasforma en lo que comemos, es decir, nos
hace ser parte del Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Por eso decía que la crisis de
fe que padece la Iglesia muestra la debilidad de nuestra comprensión de la
Eucaristía y de su poder transformante. Recordemos el conocido axioma: la
Iglesia hace la Eucaristía, y la Eucaristía edifica la Iglesia.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia