En el Evangelio de este domingo de Cuaresma, Jesús habla de su muerte y resurrección sirviéndose del templo de Jerusalén, cuya purificación realiza expulsando a los mercaderes de animales y derribando las mesas de los cambistas de monedas.
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La purificación del
templo, en la intención de Jesús, es un gesto que indica su clara conciencia de
que viene a renovar el culto y recuperar la esencia de la verdadera religión.
Por eso los discípulos se acordaron de la Escritura que dice “el celo de tu
casa me devora”. Jesús, impulsado por el celo de Dios y de su casa, realiza una
acción profética de mayor trascendencia.
Se explica, por tanto, que los responsables del templo pidan a Jesús un “signo” para actuar de esta manera. Para entender bien esta petición hay que tener en cuenta que en el Evangelio de Juan la palabra “signo” referida a Jesús designa sus milagros, por medio de los cuales revela su identidad. En esta ocasión, se pide a Jesús que demuestre con un signo que tiene poder para purificar el templo.
Pero Jesús no hace ningún milagro, sino que provoca a sus
interlocutores con unas palabras enigmáticas: “Destruid este templo y en tres
días lo levantaré”. Es obvio que, a nivel del relato, estas palabras eran muy
chocantes. “¿Cuarenta y seis años —replican sus oponentes— ha costado edificar
este templo y tú lo vas a levantar en tres días?”. Es lógico, por tanto, que el
evangelista intervenga en favor del lector con este comentario: “Pero él
hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos se
acordaron de lo que había dicho y creyeron a la Escritura y a lo que había
dicho Jesús” (Jn 2,21-22).
Esta
referencia a la resurrección deja claro que cuando Jesús habla de destruir y
levantar el templo se refiere a su muerte y resurrección. Su cuerpo será
destruido por la muerte y la resurrección lo levantará de manera nueva y
portentosa. Es decir, Jesús se convierte en el verdadero templo donde Dios
habita para siempre en medio de los hombres gracias a su muerte y resurrección.
Siguiendo el argumento esgrimido por las autoridades de Israel, que le pedían
un signo que justificara la purificadora del templo, Jesús se lo da de una
manera muy superior a la solicitada: les da el signo de su muerte y
resurrección, fundamento de la fe cristiana.
Esto
explica la defensa que Jesús hace de sí mismo cuando se presenta, no solo como
Enviado de Dios, sino como unido estrechamente a él. Expresiones como “el Padre
y yo somos uno”, “quien me ve a mi ve al Padre”, revelan claramente la
conciencia divina de Jesús, que tanto escandalizó a sus enemigos. La relación
entre el Padre y Jesús es tan estrecha que la imagen del cuerpo de Cristo como
templo o morada de la divinidad no puede ser más elocuente. Con distintas palabras es lo mismo que dice
san Pablo: “En Cristo habita la plenitud de la divinidad” (Col 1,19).
La
resurrección de Cristo, cuando sea levantado de entre los muertos, manifestará
la verdad de las palabras de Jesús. Su cuerpo glorioso es el templo nuevo,
donde los cristianos tienen plena certeza de que Dios vive entre ellos. Más aún
es el arquetipo de nuestro cuerpo futuro, resucitado, pues sabemos por la fe
que también nosotros, que ya ahora somos templo de Dios, cuando llegue la
resurrección final seremos transformados según la imagen del cuerpo glorioso de
Cristo. Para ello, hemos de vivir ya aquí purificados por la gracia sin dejar
que nuestro templo se convierta, como ocurrió con el templo en Jerusalén, en
una casa de mercado.
César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia