El año litúrgico se clausura con la
solemnidad de Cristo Rey.
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Vatican News. Dominio público |
La súplica
del pueblo después de la consagración —«¡Ven,
Señor Jesús!»—,
advierte que el Señor glorioso puede venir de un momento a otro. No hay tiempo
más sagrado ni más oportuno para su venida que la eucaristía celebrada hasta el
fin de los tiempos.
El Cristo que viene sobre las nubes del cielo es el Señor de la historia y rey del universo. En el Evangelio de hoy, san Mateo presenta a Jesús como el Hijo del Hombre del profeta Daniel que viene a realizar el juicio de los hombres. «Se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones» (Mt 25,32).
Aunque se
presenta en su trono real, Jesús utiliza la imagen del pastor que separa las
ovejas de las cabras para situarlas a su derecha e izquierda respectivamente.
Entonces pronuncia la sentencia definitiva que marca para siempre el destino de
los hombres: «Venid,
benditos de mi Padre,… apartaos de mí malditos…».
La clave de este juicio universal es el trato que se haya dado a quienes en
este mundo han revelado el rostro doliente del Señor y se han compadecido o,
por el contrario, le han cerrado sus entrañas. Al final de la vida, dice san
Juan de la Cruz, se nos examinará sobre el amor.
Jesús dice que él no ha venido a condenar a nadie, pero al mismo tiempo afirma que su persona es en sí misma un juicio sobre el mundo, porque el Padre nos lo ha enviado como la verdad definitiva. Y la verdad, se acepta o se rechaza. Cuando Poncio Pilato juzga a Jesús porque le acusan de ir contra el César, Jesús afirma que él, en efecto, es rey, pero su reino no es de este mundo.
Al indagar Pilato sobre la realeza
que ostenta Cristo, este le dice que ha venido a dar testimonio de la Verdad,
que engloba al hombre, al mundo y a Dios. «Todo
el que es de la Verdad, le dice Jesús, escucha mi voz» (Jn 18,37). La realeza de Cristo no se
fundamenta en los poderes mundanos, sino en la verdad que trae su persona:
abrirse o cerrarse a Cristo es el fundamento de su juicio para vida o para
muerte. Jesús no defiende su vida apelando a los ejércitos celestes. Él mismo
es la Verdad por su condición de Hijo de Dios.
La realeza de Cristo no puede ser manipulada por interpretaciones políticas, culturales, e incluso teológicas, que pervierten su significado trascendente. Es de orden espiritual; lo cual no significa que no tenga su repercusión en la vida ordinaria. Acoger la verdad de Cristo, ser de los suyos, implica que se acepta su Evangelio como norma de vida hasta el punto de que el juicio final se concreta en gestos sencillos como dar de comer al hambriento, vestir al denudo o dar posada al peregrino.
En el reino de Cristo impera la verdad, unida indisolublemente a la caridad, a la justicia y a la misericordia. Jesús posee al mismo tiempo la «auctoritas» y la «potestas» de las que trataba el derecho romano. En Jesús, la autoridad, admirada por los oyentes, provenía de ser la Verdad de Dios; y su potestad para expulsar a los espíritus malignos y juzgar al «mundo» en cuanto opuesto a Dios, era consecuencia natural de su condición de Hijo de Dios.
De ahí la paradoja de su juicio ante Pilato. Este poseía potestad para condenarlo; carecía sin embargo de la autoridad moral que justificase su poder temporal. Jesús, sin decirlo, juzga a Pilato y, paradójicamente, su muerte le sube al trono de la cruz donde alcanza una autoridad incomparable al dar la vida por los hombres.
César Franco
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia