A veces le
ponemos cercos a Dios para que no actúe demasiado. El padre Carlos Padilla
reflexiona sobre el miedo a dejarle el control a Dios
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Siento
que sirvo a muchos señores. Hay muchos dueños de mi corazón.
Me siento dividido por dentro.
Amo a Dios con toda mi
alma. Lo amo de verdad desde que era niño. Lo sigo, lo busco y quiero hacer su
voluntad. Pero me cuesta tanto…
De repente hay otros
señores a los que hago más caso. Me preocupan más, me interesan más. Quisiera
ser más libre de
todo lo que no me conduzca a la felicidad plena. Pero no es así. A menudo me
dejo llevar y la vida se complica.
Tengo miedo de perder el
control. Me
lleno de afanes que no son los de Dios. Me inquieto
pensando en mí, en mi futuro y no consigo nada. No logro soltar y dejar que
Dios actúe.
Jesús me deja esta frase
que me impresiona: «Ningún siervo puede servir a dos señores, porque,
o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no
hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero».
Ponerle cercos a Dios
Quiero
ponerle un cerco a Dios. para que no actúe demasiado.
Para que no haga lo que yo no quiero y no me quite lo que deseo conservar. Así
es mi corazón que sirve a muchos señores. No descansa en Dios confiando.
No se abandona a su
voluntad sin oponer resistencia. El otro día escuchaba en mi corazón:
«Entrégale lo que te
preocupa al que se preocupa por ti y el cielo se llenará de estrellas con tu
renuncia».
Son muchas cosas las que
me provocan ansiedad. Mucho miedo a perder el timón de mi
barco y sentir que la corriente y los vientos me llevan
por dónde no quiero ir.
Quiero
entregárselo todo a Dios porque sé que Él se preocupa de mí como
se acerca al desvalido, al pobre.
Viene hacia mí y quiere
tomar lo que me duele, me cansa, me pesa. Quiere hacerlo suyo y liberarme de
todo.
Dejarlo ser Dios en mi vida
Me da paz hacerlo. Renuncio al
control, al dominio, a la seguridad. Me dejo llevar por
ese Dios que me empuja y veo cómo mi vida crece en hondura, en verdad. Y al
renunciar, al dejar de controlar, el cielo se cubre de estrellas.
Me
encanta una historia
que
vuelve siempre a mi alma: Un monje eremita que vivía en el desierto estaba
acostumbrado a renunciar a beber por amor a Dios. Dejaba de beber cada noche y
al acostarse veía cómo una estrella se encendía en el cielo. Una estrella lo
iluminaba y era como un guiño de Dios. Era como si le dijera que su vida tenía
un sentido, un valor inmenso.
Pero ocurrió que «un día
un novicio le acompañó en su trabajo diario. El novicio al ver la fuente se
llenó de alegría. El monje dudó y pensó entonces en el alma pura del novicio:
Si bebía, aquella noche la estrella no se encendería en su cielo: pero si no
bebía, tampoco el muchacho se atrevería a hacerlo. Y,
sin dudarlo un segundo, el eremita se inclinó hacia la fuente y bebió. Tras él,
el novicio, gozoso, bebía y bebía también. Pero mientras le miraba beber, el
anciano monje no pudo impedir que un velo de tristeza cubriera su alma: aquella
noche Dios no estaría contento con él y no se encendería su estrella».
Esa noche se acostó con
tristeza y tenía miedo de mirar al cielo. Pero cuando lo hizo su alma se llenó
de felicidad.
En lugar de una estrella
brillaban dos. Y entonces comprendió algo muy sencillo. El Dios que
ríe en el cielo desde las estrellas ama la misericordia más que el
sacrificio. Se recrea en el corazón que mira compasivo a
su hermano y se apiada de su necesidad.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia