La abadía de Santo Domingo de Silos es uno de los pulmones espirituales de España, y más concretamente de la vida monástica masculina.
Abadía de Silos. Dominio público |
La
comunidad, que siempre ha destacado por la belleza de sus rezos en canto
gregoriano, tiene a varios
monjes jóvenes y un buen número de mediana edad. Desde hace años han
apostado por una potente experiencia monástica que ayuda a jóvenes a discernir
sobre una posible vocación.
Un
año más, los benedictinos de Silos han lanzado para este verano su “experiencia monástica”, que
consiste en un retiro de discernimiento para hombres de entre 18 y 45 años en
el propio monasterio benedictino destinado a aquellos varones que estén en este
margen de edad y que sientan que pueden estar llamados a la vida religiosa. La experiencia tendrá lugar
en el Monasterio de Silos del lunes 25 de julio al domingo 31 de julio de 2022.
Allí
conocerán, rezarán y también trabajarán con los monjes de este monasterio,
entre los que se encuentra Ramón
Lucini, ordenado sacerdote precisamente el pasado 23 de abril, en una
celebración en la que también fue ordenado diácono su hermano José Antonio
Martínez.
Este
monje de Silos intenta responder a la pregunta: ¿por qué ser monje? Para ello no hay nada mejor que su
propio testimonio en el que relata todo el camino que realizó hasta llegar al
monasterio que ahora es su casa.
“El
recorrido que ha ido tomando mi vida, camino que nunca hubiera sospechado,
y que si hubiera sido por mí, nunca hubiera elegido según los patrones con los
que he vivido hasta hace unos pocos años”, explica en la web de los
benedictinos de Silos.
Él
mismo se define como “hijo único de una numerosa familia”, algo extraño que a
continuación aclara: “en casa somos 10 hermanos, pero yo soy el único varón.
Ocupo el octavo lugar de los diez. Me he considerado una persona inquieta, con
muchas ganas de vivir y de descubrir cosas, sobre todo de experimentarlas. Lo
saben bien mis padres pues pocas veces hacía caso a sus consejos. Yo decía que tenía que
experimentar para aprender, no me bastaban las meras palabras”.
El
hermano Ramón asegura que sólo le valía su propia “experiencia”, por lo que
cuando llegó a la adolescencia no aceptaba lo que decían sus padres. Al
principio les acompañaba a misa, tal y como había sido educado, pero al poco
tiempo dejo de asistir. Tenía
17 años y según él, “había otras cosas mucho más importantes que hacer”.
La vida se le viene abajo
El
neosacerdote empezó a estudiar Marketing a la vez que decidió acudir que el
gimnasio sería su lugar: “me
gustaba estar fuerte y marcar músculos”. Cuando acabó la carrera
empezó a trabajar, pero en el mundo del deporte, lo que en realidad le
entusiasmaba.
Pero
cuando creía tener todo controlado ocurrió un suceso que sacudiría la vida de
Ramón Lucini. Una de sus hermanas era empresaria y viajaba con mucha
frecuencia, y en uno de
estos viajes tuvo un accidente y murió en el acto.
“Ella tenía todo a lo
que yo aspiraba: dinero, viajes, pareja… Yo la veía feliz en su vida y con lo que
hacía, y yo esperaba ser así de ‘mayor’. Así que su muerte repentina produjo en
mí una sensación de vacío inmensa. La vida perdió para mí todo sentido. Se me
vino abajo toda la ilusión que yo tenía por hacer cosas, el deporte me seguía
sacando un poco del pozo, pero ya le había perdido también el gusto”, recuerda
sobre aquel momento.
En
esa situación de oscuridad de su vida apareció con insistencia una pregunta: “¿hay algo por lo que merezca la
pena vivir?”. No tenía respuesta, por lo que decidió que lo mejor
sería exprimir el presente, pero desde el punto de vista de la diversión y el
placer.
Una respuesta en el Camino de Santiago
Cuando
ya parecía haber tocado fondo, el hermano Ramón asegura que Cristo salió
“inmerecidamente” a su encuentro. Así lo relata: “noté su voz que un buen día me decía desde mi corazón: ‘¡Deja
todo y sígueme!’. Yo no sabía cómo responder a esa llamada, yo que estaba
muy lejos de la religión y no practicaba salvo algo de meditación zen y de
yoga”.
Ramón
decidió hacer el Camino de
Santiago para así poder pensar con tranquilidad sobre su vida. “Me
esperaban muchos kilómetros mochila a cuestas, pero no tenía ninguna prisa.
Sólo me condicionaba un poco la escasez de dinero que llevaba, pero me daba
igual. Iba tranquilísimo admirando y disfrutando lo que podía de los paisajes”,
señala.
Durante
el Camino buscaba la soledad, el sosiego, dormir en lugares poco. Le encantaba
parar en las iglesias que encontraba y entrar en ellas. No rezaba, pero empezó
a experimentar algo: “el
silencio de esos lugares producía en mí una sensación de paz que yo iba
buscando”.
Fue
entonces cuando Dios empezó a abrirse paso en él, de manera suave y discreta:
“los días iban pasando sin prisa y tampoco yo no tenía ninguna. Miraba el
amanecer, y buscaba un lugar tranquilo para ver por la tarde la puesta de Sol.
Esa maravilla no podía ser fruto del azar. Alguien tenía que estar detrás de
todo. La idea de un
Alguien detrás de todo lo que yo iba admirando, de esa preciosidad que era
capaz de percibir en la creación a mi alrededor, era muy fuerte ya en mí,
tanto que no podía obviarla, así que a ese Alguien le pedí, que me ayudara a
darle sentido a mi vida”.
Con
una confianza hasta ese momento desconocida, el ahora monja decidió poner su
vida en manos de Dios. Él lo recuerda de esta manera: "lo hice desde
lo más íntimo de mi persona, hablando desde lo más adentro. Era una necesidad
para mí, tal vez la mayor que tenía, por encima del alimento diario o lo que se
nos ocurra. Ayúdame a responder mi pregunta, éste era mi mayor deseo y eso le
decía. Pongo mi vida en
tus manos, pues he probado muchas cosas y ninguna me ha saciado, sí, me han
distraído pero no llenado del todo”.
A
ese camino se había llevado un Nuevo Testamento, y desde aquel momento empezó a
leerlo cada día. Esta
lectura de la vida de Cristo le salía de modo natural, a la vez que iba
buscando el silencio.
"Mi vida es Cristo"
Un
mes y medio después de empezar el Camino llegó a Santiago. Ya no era el mismo de antes. Volvió
a casa de sus padres y tras unos días llamó a un amigo monje que tenía.
Le pidió quedarse un mes entero en su monasterio.
Ramón
acudía a todas las oraciones porque le hacían sentir muy bien interiormente, es
más, lo necesitaba. En el Camino de Santiago tuvo ya la necesidad de poner su
vida en orden, por lo que a la vuelta se confesó, empezó a ir a misa de nuevo y a comulgar, algo
que no hacía desde hacía 10 años.
“Noté que era Cristo,
quien me cuidaba y venía a mi lado en todo momento para que aquella invitación
de dejarlo todo por Él, pudiera realmente hacerse realidad un día. La respuesta a mi
pregunta está resuelta. Como decía San Pablo en la Carta a los Filipenses,
capítulo 1, versículo 21: ‘Mi vida es Cristo’”, concluye el monje benedictino
de Silos y desde hace unos días también sacerdote.
Javier
Lozano
Fuente:
ReL