Se inicia el proceso de beatificación de una joven polaca que se jugó la vida para salvar a otras personas en el campo de concentración nazi
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Los católicos,
principalmente en Polonia, sufrieron en su propia piel el exterminio y lucharon
por combatirlo, aunque se jugaran la vida en el proceso. Muchos son los hombres
y mujeres que han sido elevados a los altares por su entrega absoluta a los
demás y su defensa de la fe en aquellos años oscuros de la historia de Europa.
Hace pocos meses, en
agosto de 2021, arrancaba un nuevo proceso de beatificación que ha servido para
sacar a la luz una de las muchas historias no solo de heroicidad, sobre todo de
esperanza en el ser humano.
Stefania Łącka, como
tantas otras personas de su tiempo, no había nacido para ser una heroína. Era
una mujer sencilla, pertenecía a una familia campesina polaca en la que ella,
junto con sus padres y hermanos, colaboraban como un gran equipo.
Nacida el 6 de enero de
1914, desde bien pequeña sintió una profunda fe. Cada día encontraba un momento
en las largas jornadas de trabajo en el campo para refugiarse en la iglesia y
rezar.
En la parroquia, Stefania
también aprovechaba para leer; pues el párroco del pueblo abría sus puertas
para que todo el que quisiera acudiera a leer en su amplia biblioteca.
Ávida de saber, la joven
se esmeró mucho en sus estudios que la guerra truncaría. Pero antes de que las
tropas alemanas ocuparan Polonia, Stefania Łącka tuvo tiempo de integrarse
activamente en distintos movimientos católicos y colaborar como editora de una
revista religiosa, Nasz Spraw.
Tras la invasión nazi, la
publicación se vio obligada a cerrar pero continuó operando de forma
clandestina. Era solo cuestión de tiempo que fuera detenida por la Gestapo
acusada de colaborar con los enemigos de Alemania.
Trasladada a una prisión,
Stefania Łącka fue atrozmente torturada; pero los alemanes no consiguieron
sacarle ninguno de los nombres de los compañeros que aún no habían sido
detenidos. Ya entonces empezó a mostrar una férrea voluntad; no solo soportando
las agresiones en su cuerpo sino animando al resto de prisioneros a no dejarse
vencer por la sinrazón de sus captores.
El 27 de abril de 1942
subía a un tren que la trasladaría al campo de concentración de
Auschwitz-Birkenau. Allí ya no era Stefania Łącka, era, como el resto de
presos, un número, el 6886.
Lejos de rendirse, se negó
a perder su humanidad y que el resto de presos la perdieran. Su buen
conocimiento del alemán le permitió incorporarse a la enfermería del campo y
tener acceso a algunos documentos.
Aún sabiendo que le podría
costar la vida si la descubrían, Stefania no solo daba consuelo a los moribundos.
Modificó datos para sacar a algunas personas de las listas de condenados a las
cámaras de gas o a recibir una inyección letal; escribía cartas a las familias
de los presos y compartía con todos los que podía el poder de la oración.
Cuando no pudo salvar a
los bebés condenados a la cámara de gas junto a sus madres, Stefania Łącka no
dudó en bautizarlos en secreto.
A pesar de sufrir un
terrible brote de tifus y todas las penalidades inimaginables en el campo, la
joven polaca se convirtió en un puntal de fe y esperanza. Stefania se había
dispuesto salvar al máximo de personas posibles que estuviera en su humilde
mano; y, de no poder, acompañarlos en su trágico destino insuflándoles ánimos a
través de la oración. Su fuerza y coraje le valdría ser conocida como “ángel de
la guarda”.
Helenka Panek, otra
reclusa en Auschwitz, relató años después que, estando en una fila esperando
escuchar los números de las personas que se iba a ejecutar aquel día, tenía a
su lado a Stefania. Al ver a Helenka nerviosa y angustiada, le aseguró que si
salía su número, ella, Stefania, se pondría en su lugar para salvarla de la
muerte.
Stefania Łącka sobrevivió
a uno de los campos de concentración más letales de la historia. Cuando terminó
la guerra estaba llena de ilusiones y empezó a estudiar filología polaca en la
Universidad Jagellónica de Cracovia. Pero su cuerpo había quedado tan
debilitado tras los años de agresiones físicas y malnutrición que una
tuberculosis terminó con su vida el 7 de noviembre de 1946.
En la iglesia de
Gręboszów, cerca de donde nació, hay una placa en su memoria en la que se la
recuerda como una persona «de fe profunda. Trajo una sonrisa y esperanza,
muchas personas le deben la supervivencia de la terrible experiencia del campo.
Su bondad fue providencial en este fondo infernal del sufrimiento humano».
Sandra Ferrer
Fuente: Aleteia