14 monjes trapenses en San Pedro
de Cardeña (Burgos); la vida de clausura
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Los monjes de San Pedro de Cardeña en el rezo de Laudes, a las 7 de la mañana. Foto: Sergio García
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Un
pájaro carpintero golpea la madera en el bosque frondoso hecho de tilos,
fresnos y un arce majestuoso, que se levanta más allá de los muros del
monasterio. Los fraileros de las ventanas cierran el paso a la luz en las
celdas y el frío se
enseñorea de los largos y anchos pasillos.
Suena
una campana, la que marca
el final de Laudes (ha empezado a las 07.30), la segunda de las siete
horas del conocido como Oficio Divino, señalando el momento en que los monjes abandonan el oratorio
para ir a desayunar.
Llevan
más de tres horas despiertos, acunados por una letanía de antífonas y salmos,
de salves regina y misereres,
de acordes de cítara. Si no fuera por las bombillas, los bancos desbastados y
relucientes y el micrófono al que se dirige el oficiante, la escena podría desarrollarse
hace cinco siglos.
San
Pedro de Cardeña es un monasterio de vida contemplativa situado
a 10 kilómetros de Burgos, anclado en la disciplina del Císter. Lo habitan catorce monjes trapenses (dos
más están en comisión de servicios), un novicio y un postulante, que reparten las horas
entre rezos, labores en el campo, el cuidado de la bodega y la hospedería; que
aunque su reino no sea de este mundo hay que pagar el arreglo de la cubierta, 9.000 metros
cuadrados de tejas y aleros que piden a gritos que alguien los fije antes de
que la cencellada agrande las grietas.
Los monjes -catorce de profesión
solemne, lo que significa que han tomado los votos de pobreza, obediencia, castidad y el de estabilidad, que
les insta a no cambiar de comunidad- recorren las galerías en silencio,
pero basta con abordarles por separado y pegar la hebra cinco minutos para
descubrir historias que uno ignoraba que tuviesen cabida detrás de estos muros.
Como la de Guillermo, 43 años, que antes de «recibir la llamada» trabajó en una
agencia de viajes y en un NH de Burgos; o la de Javier, postulante -el único
que no viste túnica, escapulario y cinto de cuero-, que dio un giro copernicano
a su vida después de alternar tiendas de moda textil, la hostelería y, por
último, una gasolinera... hasta los 38 años. En enero cumplirá 41. «Donde otros ven sacrificio yo veo
compromiso. Esto no me quita la vida; al contrario, me la da».
No son los únicos con un curriculum extramuros. Ismael, novicio todavía en la
veintena, se hubiera reído a carcajadas no hace tanto tiempo si le hubieran
dicho que acabaría aquí. Estudiante
de Física, descubrió que «algo no funcionaba» estando de Erasmus en
Inglaterra, entre fiestas que
se prolongaban hasta las seis de la mañana y despertares resacosos a las tres de la tarde.
«Me
trajo aquí lo mismo que me llevó a estudiar, la búsqueda de la verdad, que hay algo más profundo que lo que se puede encontrar a través de
un microscopio o en un laboratorio». Su conversión recuerda a la de
Pablo de Tarso. «Yo era ateo,
tal cual, y a mi padre, profesor de Religión, cuando quería hacerle
rabiar le decía que se fuera a rezar. ¡Quién me iba a decir!».
"Yo venía de la 'movida', Dios me
hizo polvo"
A
su lado, Román sonríe. Él es el encargado de las visitas guiadas a la iglesia gótica,
en cuyo Panteón Real permaneció enterrado el Cid ocho siglos hasta su traslado
a la Catedral. A este madrileño rubicundo la revelación le llegó cruzada ya con
holgura la frontera de los 40.
«Tenía
un restaurante, dos tiendas de antigüedades... venía directamente de 'la Movida'. Dios me hizo polvo -confiesa-,
llegó cuando tenía la vida resuelta». Lo suyo, sin embargo, fue un giro
meditado. «Viajaba mucho, había tenido varias novias -la más duradera, una
relación de diez años-... Imagínate mis amigos. 'Son las cosas de Román', me vacilaban, 'en dos meses estás
de vuelta'». No niega que acostumbrarse a esa horma fue duro, «pero es
que en la vida, todo lo que es importante cuesta».
La jornada discurre siempre conforme al mismo guion. El trabajo no comienza
hasta las diez, si bien las tareas se van alternando. José Luis quería ser
Gabriel, pero no tuvo
opción de cambiar de nombre -«Ya muy pocos lo hacen, aquí ninguno»- y ahora
es maestro de novicios, lo que significa enseñar la Regla de San Benito, el
Misterio de Cristo, la historia de la orden del Císter... En su caso, también cuida de la bodega, donde
los vapores llevan adhiriéndose a las paredes desde el siglo XII.
«Es la más antigua del país a la que se da un uso comercial». El vino que
elaboran procede de antiguas propiedades del monasterio, ahora en otras manos
desde la desamortización de Mendizábal. Ellos no compran las uvas, sino el vino estabilizado -ya
fermentado, un año desde la vendimia- para envejecerlo en barricas de roble. En su caso, la bodega
es la que les ha dado de comer, «ha sido nuestro pan de cada día», relata José
Luis.
Pero
las cosas han cambiado, dice como quien traga un caldo amargo. Han pasado de
vender 200.000 botellas al año a sólo 20.000, y eso en años normales. Con la
pandemia, la situación no ha hecho sino empeorar».
El descaro de corzos, zorros y jabalíes
Fuera,
en el huerto, los monjes han cubierto el plantío de lechugas y escarolas con
somieres para frenar las incursiones
de corzos, zorros, garduñas y hasta jabalíes, que hozan entre los
terrones.
La
helada y los pájaros han hecho estragos en los fresales, pero Emiliano, al que
cuesta reconocer sin la cogulla -la túnica blanca de mangas anchas que llega
hasta los tobillos- se afana con las nueces. Embutido en su mono de trabajo y
con katiuskas, recorre el suelo de rodillas, mientras las campanas derraman sus
tañidos sobre el
cementerio donde comparten lecho los monjes muertos y republicanos
represaliados en la Guerra Civil. En total, cuatro fosas comunes en un
rectángulo verde que han sido objeto de excavaciones.
Arriba, tras los muros de piedra de más de un metro de espesor, el hermano David modela belenes:
los pinta, barniza y hornea a 900º para que la pintura salga a la
superficie. Lleva 50 años entre estas paredes y apenas recuerda la «Valencia fallera»
que le vio crecer. Hasta los
estudios de Bellas Artes los hizo aquí, cuando no había clases 'online' como
las que siguen los novicios desde que la pandemia impuso sus ritmos. Cerámica,
mosaicos, azulejos... hasta el suelo del claustro románico es fruto de su
creatividad.
Brócoli, manzanas y Marcos 10
En
el refectorio, las comidas
se hacen en silencio, herencia de un tiempo, no muy lejano, en que los
monjes -que no lucen tonsura desde el Concilio Vaticano II- llevaban una vida
mucho más austera. Se comunicaban
por signos; no comían carne -ahora tampoco-, huevos ni pescado; y
dormían en cuartos comunales sin calefacción.
Roberto de la Iglesia, el abad, se sienta
en la mesa del fondo, presidiendo un almuerzo que huele a brócoli hervido y a
manzanas asadas y sobre el que planea la lectura de las Escrituras. Hoy toca Marcos 10, el relato del
joven rico.
«Yo era enfermero en
psiquiatría y atención primaria, siempre rodeado de gente y expuesto al
dolor de la enfermedad mental que tanto estigmatiza». Lo dice mientras ayuda a
comer al hermano Julián, que ha caído a sus 90 años presa de la demencia y al
que todos prodigan cuidados. Le pregunto por el clima de recogimiento, sólo
roto por las visitas que entran en la tienda de recuerdos o se alojan en la Hospedería, su mayor
fuente de ingresos y que un año «normal» se traduce en más de 8.000 reservas.
«El silencio del monasterio es como
el altavoz de lo que pasa por tu cabeza», desliza, mientras cruza el
claustro de arcos de medio punto y dovelas rojas y blancas, camino de los
panales donde las abejas se refugian a la espera de la primavera.
«El cierre de los monasterios es un hecho -se sincera-, en apenas veinte años
hemos pasado de 950 a 750. Pero eso no debe llevarnos a pensar que la vida
contemplativa desaparecerá, porque es un anhelo del corazón humano y siempre habrá gente que necesite
volcarse hacia el interior. Quizá lo raro era la situación anterior, fruto de
la posguerra y de otro modo de ver las cosas. Al ser comunidades más
reducidas, nuestro estilo de vida ha terminado haciéndose más familiar. ¿Sabe? La vida monástica es un continuo
despojarse de cargas, como las capas de una cebolla, hasta quedarse sólo con
Dios. No nos preocupa tanto el futuro como el hoy. El último que cierre la
puerta y apague la luz».
AL DETALLE
750 monasterios quedan
en España,
doscientos menos que hace veinte años, consecuencia de la falta de vocaciones y
de la dureza de una vida que exige enormes dosis de renuncia.
7 son las horas del oficio
divino a las que están llamados los 14 monjes, un novicio y un
postulante. Vigilias (5.00 horas), Laudes (7.30), Tercias (9.30), Sextas (13.40), Nonas (15.45), Vísperas (19.00) y Completas (21.15).
De refugio del Cid camino del destierro
a campo de reclusión en la Guerra Civil
Hablar
de San Pedro de Cardeña
trae de inmediato a la memoria a Mío Cid, el héroe castellano que dejó a su
mujer, Jimena, y a sus hijas al cuidado de los monjes cuando iba camino del
destierro. Tras su muerte en Valencia, su cuerpo fue expuesto embalsamado
durante años en un escaño del presbiterio hasta que se le cayó la nariz. No
hallaría definitivo descanso hasta que fue conducido a la Catedral de Burgos.
Por el monasterio, que casi desapareció con la desamortización de Mendizábal, han pasado en sucesivas etapas
escolapios, cartujos y capuchinos. Cuando en 1942 llegaron los hermanos de
San Isidro de Dueñas, llevaba décadas abandonado.
Publicado
originariamente en El Diario Montañés por Sergio
García.
Fuente: ReL