La peregrinación a Santiago de Compostela, iniciada con el descubrimiento del sepulcro del Apóstol en el siglo IX, ha dado lugar a un sinfín de experiencias de peregrinos, que durante el Año Santo, Jesucristo desea llegar de manera especial al fondo del alma del que camina.
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En efecto, en la mente medieval era inconcebible pensar en cientos
de miles de europeos que llegaran a la pequeña ciudad gallega cada año. ¡Y
mucho menos que la mayoría no fueran católicos siquiera de Misa dominical!
Pero, así son las cosas, en este año jacobeo 2021-22 la realidad es la que es.
Sin embargo, el Camino de Santiago sigue siendo un reclamo evidente del que
Dios se sirve para seguir llamando a hombres y mujeres de todo tiempo a
encontrarse con Él, del mismo modo que Jesús se hizo el encontradizo con los
discípulos de Emaús.
Porque, a pesar de la creciente secularización, hoy representada,
probablemente, en el concepto de ‘turigrino’, las diferentes rutas que llevan a
Compostela siguen hablando de Dios. Desde el extraordinario arte cristiano,
herencia de una cristiandad casi extinguida, a la naturaleza, una de las vías
para probar la existencia de Dios para Santo Tomás de Aquino, pasando por la
acogida cristiana en los albergues. Por no hablar de los innumerables cruceros
que, especialmente en tierras gallegas, los peregrinos pueden ver mientras
caminan. Incluso, una localidad fundada por un santo, constructor de puentes y
hospitalero como pocos, Santo Domingo de la Calzada. Por tanto, a pesar de la
pérdida de fe en el ámbito social, el Camino de Santiago sigue teniendo una
identidad cristiana -católica, para más señas- clara.
El
silencio del Camino
En el Camino de Santiago, el hombre, creado a imagen de Dios,
también se encuentra con el silencio, la lejanía del bullicio de la vida
moderna y, aunque muchas veces no descansa hasta tener una buena conexión WiFi,
es inevitable que se tenga que acostumbrar a perder la conectividad con el
mundo a la que está acostumbrado. Pronto se dará cuenta de lo liberador que es,
especialmente cuando se peregrina durante varias semanas. La tarea será ser
capaz de vivir igual de libre al regresar a casa. En cualquier caso, el
encuentro con uno mismo abre la puerta a descubrir que, en lo más profundo del
corazón humano hay una llamada a la comunión con Dios. Y, en Dios, con los
demás.
Esta comunión es una de las grandes metáforas existenciales que
nos regala el Camino de Santiago. Todos rumbo a un mismo lugar desde lugares
tan diversos como Irún, Roncesvalles, Madrid, Fátima, Sevilla… desde donde uno
comience a peregrinar, puesto que, pese a las rutas oficiales, no se puede
decir que el Camino es este u otro, sino que ruta jacobea es toda vía que nos
lleve a Santiago. Asimismo, unos serán más atléticos, otros menos; los unos,
estarán más firmes en su determinación y los otros, menos; algunos irán a
albergues ahorrando el dinero, tantas veces justo, habrá quien duerma en
lugares más acondicionados sin reparar tanto en los gastos. Y así podríamos
seguir. Pero, todos, peregrinos. Del mismo modo, la vida cristiana es un
peregrinar a Cristo, cada cual desde su carisma propio. Todos juntos, todos con
un mismo objetivo, pero cada cual con sus talentos puestos en juego.
Hacia
un mismo objetivo
De hecho, así es cómo se originaron las diferentes rutas que hoy
conocemos. Todo comenzó con el descubrimiento del sepulcro del Apóstol, en el
primer tercio del siglo IX. Dicen las leyendas recogidas en la Concordia de
Antealtares y en el Cronicón Iriense que fue un anacoreta, de nombre Pelayo y
con fama de hombre de oración, el que descubrió la tumba al vislumbrar unas
luminarias brillantes. Al comprobar e intuir que esos restos hallados en el
bosque Libredón eran de alguien importante, pronto trasladó la noticia al
obispo de Iria Flavia, Teodomiro, que confirmó la identidad del hombre cuyos
restos reposaban allí: Santiago el Mayor, apóstol de Jesucristo y primer mártir
de entre los Doce apóstoles. A renglón seguido, dio parte al rey de Asturias,
Alfonso II el casto, que decidió viajar personalmente al lugar para postrarse
ante aquel que inclinó sus rodillas ante el mismo Dios hecho hombre. Así, la
buena nueva fue obteniendo alcance internacional hasta el punto de llegar a la
Francia carolingia y a Roma, además de al resto de la Península Ibérica.
Con espíritu de fe, al escuchar tan magna noticia, hombres y
mujeres creyentes de diversos lugares pusieron rumbo a la incipiente
Compostela, pronto poblada por una primitiva iglesia que el rey casto mandó
construir para proteger y venerar la tumba apostólica. Así nacen los caminos de
Santiago, con aquellos peregrinos que, desde sus lugares de procedencia,
viajaban al extremo oriental de la península para visitar al Apóstol Santiago.
Naturalmente, aprovechaban los caminos ya existentes, especialmente las vías
romanas, si bien, en un tiempo en el que la Hispania romana se hallaba
conquistada por los musulmanes, no fue siempre fácil.
Es notable cómo, conforme la cristianización de la península fue
avanzando hacia el sur, las rutas principales a Compostela fueron tomando
forma. Por ejemplo, el primitivo camino francés no sigue la ruta actual, sino
que transitaba por la calzada romana XXXIV (vía Aquitana), que unía Burdeos con
Astorga, pasando por Pamplona, Álava, Briviesca o Carrión de los Condes, y no
por Logroño y Burgos, como actualmente. Pero la necesidad de consolidar los
reinos cristianos, especialmente el de Nájera, llevó a Sancho III el Grande a
modificar la ruta hacia el sur, a lo cual también ayudó la incipiente expansión
de los monasterios dependientes de la gran abadía benedictina de Cluny, en
Francia. En otro lugar de la Península, en el oeste, tenemos la vía de la
Plata, que en tiempos romanos unía Mérida y Astorga y que también era utilizada
por quien peregrinaba a Santiago. Desde los primeros días, el Camino de
Santiago unía pasado, presente y futuro: recogía una infraestructura, la ponía
en valor -cristianizándola en muchos casos- y legaba una tradición a los que
más tarde habríamos de llegar.
La
acogida del peregrino
Un ejemplo paradigmático de esto es el de Santo Domingo de la Calzada, hombre que, tras no ser admitido a la vida monástica, se retiró a un bosque alejado a pasar el resto de sus días orando casi como un eremita. Sin embargo, su particular fuga mundo fue interrumpida por los peregrinos que, debido a la desviación del Camino que el rey había ordenado, pasaban por allí sin saber muy bien por dónde iban.
Domingo
García comprendió los designios de la providencia y les acogía como si del
mismo Cristo se tratara. Incluso, arregló los caminos y construyó, entre otros,
el famoso puente que se sitúa hoy a la salida del camino francés de la
localidad calceatense. Su discípulo más insigne, San Juan de Ortega, no le fue
a la zaga e hizo lo propio unos cuantos kilómetros más al oeste, tal y como nos
lo recuerda el monasterio donde hoy reposan sus reliquias y adonde cada año
acuden cientos de mujeres que desean tener una larga descendencia, pues la
iglesia tiene un capitel de la Anunciación famoso por ser iluminado por la luz
solar únicamente en los días de los equinoccios de otoño y, especialmente, de
primavera, muy cerca de la solemnidad de la Anunciación.
Estos encuentros insospechados y que son capaces de orientar toda
una vida de un modo decisivo hacia Dios constituyen, quizás, el núcleo de lo
que significa el Camino de Santiago para ese peregrino del siglo XXI del que
hablábamos al principio. Somos muchísimos los que hemos encontrado a Dios rumbo
a Compostela, aún cuando no éramos, en sentido estricto, peregrinos, sino
simples caminantes, aún cuando no caminábamos a una persona, sino a un lugar.
Pero, como dice el Señor en el Apocalipsis, Él siempre está a la puerta
llamándonos (Ap. 3, 20). Se trata de dejarnos sorprender, porque él siempre lo
está deseando.
Más allá de que ascendiendo a O’ Cebreiro en 2010 vi clara mi
vocación sacerdotal por primera vez, un ejemplo de esto que escribo me sucedió
en agosto de 2019, cuando completé el Camino desde la catedral de la Almudena
de Madrid, donde me ordené diácono y presbítero en abril de 2018. La ruta
seguida no fue la oficial, sino que, para pasar por el pueblo del amigo con el
que peregriné, que es Palaciosrubios, en Salamanca, nos desviamos por caminos
agrícolas hasta Arévalo, de ahí caminamos hasta a Palaciosrubios por otros
tantos senderos -a veces, literalmente, pasando por pueblos inhóspitos- y,
desde la localidad salmantina, pusimos rumbo noroeste hasta conectar con la Vía
de la Plata en Zamora para, finalmente, tomar la variante sanabresa.
Experiencias
del Camino
¿A cuento de qué narro este itinerario? Muy sencillo: al caminar
por lugares que no están protegidos y no son muy frecuentados, una mañana nos
vimos rodeados de cinco mastines que nos cerraban el paso. Fueron unos minutos
de mucha tensión, pero conseguimos salir del problema.
El miedo me acompañó, al tiempo que rezaba con él. Seguro que el Señor permitía todo esto por algo. Puedo decir que estas experiencias me cambiaron el sentido del Camino de aquel año y llegué a Santiago pensando que el único miedo que debía tener en la vida era a pecar, a separarme del Señor. Pues bien, cuando cruzamos los arcos y a la escalinata que dan entrada a la plaza del Obradoiro desde la de la Inmaculada nos pusimos frente a la majestuosa fachada, nos arrodillamos y rezamos juntos un Padrenuestro.
Cuando
acabamos, continué un poco más, puse ese silencio interior que sólo comprende
quien ha concluido algo grande, y el Señor puso en mi corazón una gracia
extraordinaria, que por sentido del pudor el lector comprenderá que no voy a
compartir. El caso es que el don de lágrimas acompañó esa experiencia. No sé
cuánto tiempo estuve ahí, de rodillas, pero sí sé que esas lágrimas no las vio
nadie. Y me encargué de ello. Miraba hacia el suelo con la cara tapada por mis
manos y los bastones y sólo me levanté cuando me repuse. Fui hacia mi amigo y,
en estas, apareció un peregrino que no era español y al que no había visto
antes, se acercó y me dijo: “tú has hecho el camino de verdad. Eres un
verdadero peregrino”. Inmediatamente asocié ese mensaje con la gracia obtenida
y comprendí que el Señor la confirmaba.
El caso es que, como decía antes, el Señor siempre llama y se hace
el encontradizo. Nuestra tarea es dejarnos hacer y, para ello, sin duda, en
este siglo XXI, se está sirviendo del Camino de Santiago como instrumento
privilegiado. Por eso merece la pena ponerse rumbo a Compostela. Aunque no se
tengan las intenciones más santas, simplemente basta una pequeña apertura para
que la gracia entre. La peregrinación es un ponerse a tiro claro, y en los años
jubilares como este 2021 (y 2022) Jesucristo está deseando llegar al fondo de
nuestra alma en el Camino. Es lo que hizo con Santiago, el hijo de Zebedeo, que
pudo regalar a Jesús lo más íntimo y personal que tenía: su propia vida.
He ahí el sentido pleno del Camino como metáfora de la vida
cristiana: completar la carrera que nos ha de llevar al Cielo. Para ello, una
vez más, llegaremos a la ciudad del Apóstol para ponernos bajo su protección,
pedirle su ayuda y descansar el corazón en aquel que pudo hacer lo propio con
el Hijo de Dios. Nos confesaremos, asistiremos a la Santa Misa, comulgaremos y,
recibida la indulgencia plenaria por nuestros pecados tras rezar por el Santo
Padre y sus intenciones, iniciaremos el retorno a casa. Y al salir emocionados
de la catedral contemplaremos ese precioso crismón de la puerta de Platerías
con las letras alfa y omega puestas en orden inverso y que nos recuerdan que el
final de la ruta jacobea no es más que el comienzo de una vida de conversión,
una existencia orientada de modo decisivo hacia Dios.
Javier Peño Iglesias. Sacerdote, periodista y
peregrino a Santiago.
Fuente: Revista Omnes