En las lecturas de la misa de este domingo hay un paralelismo muy significativo entre la lectura del primer libro de los Reyes y el texto del evangelio de san Juan.
Dominio público |
En la primera lectura, el profeta Elías, huyendo de la ira del rey Ajab y de su mujer Jezabel, se adentra en el desierto y, exhausto por el camino, se sienta bajo una retama y suplica la muerte. Mientras dormía, un ángel del Señor le despierta y le invita a comer un pan cocido sobre piedras calientes y a beber un jarro de agua.
Volvió a recostarse, y de nuevo el ángel
le invita a comer para recuperar fuerzas y seguir caminando. Dice el texto que
comió y bebió y, «con la fuerza de aquella comida, caminó durante cuarenta días
y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios» (1 Re 19,8). Allí Dios se
le manifestó en el suave rumor de una brisa para revelarle su voluntad.
En paralelismo con esta escena, Jesús se presenta a sí mismo
como el pan de la vida que ha bajado del cielo y afirma: «El que coma de este
pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del
mundo» (Jn 6,51). Es preciso recordar que Jesús en ese discurso hace referencia
a los antepasados de Israel que murieron en el desierto a pesar del maná, una
especie de pan que caía del cielo. Por el contrario, quien coma del pan, que es
Jesús, no morirá jamás.
Tanto en la historia de Elías como en el discurso de Jesús, la misteriosa comida es un antídoto contra la muerte cuando el hombre siente que sus fuerzas flaquean. En el primer caso, la comida evita la muerte física de Elías. En el caso de Jesús, su carne ofrecida como alimento es comida de inmortalidad. El maná que Dios envió al desierto, como el pan que el ángel entrega a Elías, son símbolos, figuras del alimento definitivo de Cristo.
Cuando este se aparece resucitado junto al lago de Galilea y, gracias a su
poder, se produce una pesca milagrosa, dice el evangelio que, cuando llegaron a
la orilla con la red llena de peces, encontraron sobre unas brasas un pan y un
pescado. Esta indudable alusión a la eucaristía aparece en contraste con los
153 peces de la pesca milagrosa. El evangelista viene a decir que, superando o
dando plenitud al milagro, sucede otro más significativo: el del Señor
resucitado que ofrece la eucaristía a la Iglesia que peregrina en pos de él a
lo largo de la historia.
Al comenzar este comentario he hablado del paralelismo
existencial entre los textos porque, a la luz de lo dicho, lo que está en juego
es la existencia del hombre en este mundo. La muerte física nos acecha a todos
y todos pasaremos por ella. La muerte espiritual también acecha al hombre
cuando olvida que solo Dios puede salvarnos de ella. Como ha resaltado con
acierto un gran periodista, en el último homenaje de los muertos de la
pandemia, celebrado frente a la iglesia catedral de Madrid, a nadie se le
ocurrió mencionar a Dios, hacer una oración, como si el conjunto de los que han
muerto no tuvieran fe. Sin embargo, se habló de «adiós eterno».
Aunque entendemos lo que quiere decir este adiós, no se le puede
calificar de «eterno» sin referirnos a Dios, a la vida más allá de la muerte,
al banquete festivo del Reino de los cielos. Sin Dios no hay nada eterno, ni
siquiera el hombre por mucho que aspire a la inmortalidad. Sólo Dios, a través
de un humilde pan y del vino que alegra al hombre, puede darle un alimento que
le sostenga en el camino hasta llegar al hogar, definitivo y eterno, del Padre.
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia