Pentecostés es el momento en que Cristo Resucitado nos bautiza con fuego
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Pero estos no pasaron de la noche a la mañana de pescadores a apóstoles. Necesitaron tiempo, formación, convivencia con Jesús y, finalmente, el soplo del Resucitado sobre ellos, es decir, el Espíritu Santo, sin el que no hubieran podido ejercer su ministerio.
En la ordenación de presbíteros y obispos no
asistimos a una junta de accionistas ni a una asamblea que elige a su
presidente o líder. Participamos en una consagración, la acción transformadora
del Espíritu que capacita al elegido para realizar su misión. Sin Espíritu, no
existe la Iglesia. De ahí que la Iglesia, como decía san Pablo VI, esté siempre
necesitada de un Pentecostés permanente.
Si olvidamos esta realidad sobrenatural del
Espíritu, la Iglesia sufrirá un deterioro progresivo que afectará a su misión
en el mundo. Y esto es lo que sucede hoy, aunque cueste reconocerlo. Hace
muchos años que se viene hablando del Espíritu Santo como el gran desconocido.
Es cierto que en la teología se han dado grandes avances para poner el tratado
sobre el Espíritu Santo —llamado Pneumatología— en el puesto que le
corresponde. El movimiento carismático ha sido un aldabonazo, como un SOS del
Espíritu, reclamando su lugar. Aún así, necesitamos Espíritu, más Espíritu.
La falta de fe, o la tibieza de la misma en Jesucristo Hijo de
Dios, incluso dentro de la Iglesia, es carencia de Espíritu. San Pablo dice con
claridad que sin el Espíritu nadie puede confesar que Jesús es el Señor
Resucitado. El debilitamiento del apostolado en la vida de nuestras comunidades
es un signo claro de que vivimos «según la carne» y no «según el espíritu». La
crisis de los sacramentos, en especial de la confirmación —sacramento de la
madurez cristiana— revela que falta catequesis sobre el Espíritu. La escasez de
vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada —sin olvidar al matrimonio
cristiano— manifiesta que las nuevas generaciones han marginado de sus vidas la
voz de quien, según Jesús, ha venido a comunicarnos toda la Verdad.
Sin el Espíritu, la Iglesia y la humanidad es como el campo de
huesos secos que vio Ezequiel, como símbolo de Israel que había perdido el
Espíritu de Dios. Dios le dice al profeta: «Yo mismo infundiré espíritu sobre
vosotros y viviréis» (Ex 37,7). Y así fue. Pentecostés es la Pascua del
Espíritu. El momento en que Dios sopla de nuevo sobre la Iglesia para que viva
de forma apasionada su misión. Dios sopla para avivar la brasa que se esconde
bajo las cenizas; sopla para que la Iglesia respire con el aliento de Cristo;
sopla para que los cristianos no crean que son solo materia, carne y huesos,
sino hombres «espirituales», capaces de proclamar el Evangelio del Reino; sopla
para que la iglesia, formada por hombres, aparezca como la casa y el reino del
Espíritu de la libertad y no de la cobardía, del temor o de la tibieza.
En cierta ocasión Jesús dijo: «He venido a prender fuego a la
tierra, y ¡cuánto deseo que ya esté ardiendo» (Lc 12,49). Pentecostés es el
momento en que Cristo Resucitado nos bautiza con fuego. Después de 21 siglos de
este acontecimiento, cabe preguntarnos con sinceridad ¿qué hemos hecho con ese
fuego? ¿Lo hemos apagado? ¿Lo tenemos escondido en nuestras sacristías? ¿O lo
comunicamos a la gente para que experimenten lo que dice otra palabra del
Señor: «Quien se acerca a mí se acerca al fuego»?
Obispo de Segovia.
Fuente: Diócesis de Segovia