La importancia de los dogmas se valora, entre otros argumentos, por los ataques que reciben. Desde el inicio del cristianismo, verdades como la encarnación del Hijo de Dios y la resurrección se atacaron fuera y dentro de la Iglesia.
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Dominio público |
Cuando, a partir del siglo XVIII,
comienza la crítica racionalista de los evangelios, el punto de mira es la
resurrección de Cristo, que queda diluida en una experiencia íntima de los
apóstoles, los cuales no se resignaban al fracaso de Jesús. Cuando se vuelve la
mirada a los datos utilizados para convertir la resurrección en un producto de
la subjetividad de los apóstoles, muchos críticos —de entonces y de ahora— han
reconocido la debilidad de los argumentos al servicio de la sospecha que los
racionalistas dejaron caer sobre la credibilidad de los testigos oculares de
los acontecimientos. Se necesita más fe para aceptar sus argumentos que para
creer sencilla y llanamente en los escritos del Nuevo Testamento.
Esta sospecha, sin embargo, ha calado
en muchos católicos que consideran la resurrección de Cristo como mera retórica
para afirmar que Jesús sigue vivo en la memoria de la Iglesia. Lo de menos es
si su cuerpo ha resucitado o no. Lo que importa es la fe en que sigue vivo. Es
obvio que esto no es la fe cristiana, sino un vago sentimiento con que se
consuela quien ha dejado de creer como creyeron los apóstoles y como ha creído
la iglesia desde siempre. Hay católicos que dan más credibilidad a lo que dice
un teólogo de fama que al conjunto de la iglesia cuando confiesa la fe o a los
sucesores de los apóstoles, cuya misión es transmitir la verdad revelada.
La resurrección de Cristo es un hecho
sucedido en la historia y atestiguado por las apariciones del Resucitado que
explican el hallazgo del sepulcro vacío. En tiempos de Jesús era imposible
hablar de resurrección sin que implicara el cuerpo que había sido enterrado.
Por otra parte, la resurrección no es una mera resucitación, o retorno a la
vida física, como fue el caso de Lázaro. Resucitar significa que el cuerpo
humano es transformado en cuerpo «espiritual», «celeste», gracias a la acción
directa de Dios. Por eso, la resurrección de Cristo es considerada como la
entrada con su cuerpo glorioso en el ámbito propio de Dios.
Esto aparece muy claro en los relatos
de las apariciones de Jesús, que subrayan algunos aspectos para mostrar que nos
hallamos ante una experiencia sobrenatural y no ante ingenuas narraciones para
hacer creer lo que, según los críticos, en realidad no sucedió. En las
apariciones, Jesús siempre lleva la iniciativa. Solo le reconocen cuando él
quiere y se les muestra en su nueva condición. En todas las apariciones, los
destinatarios reconocen que Jesús se les ha mostrado, no lo han descubierto
ellos, deseosos de que su causa perviviera. En realidad, los apóstoles no
creían en la resurrección. De ahí que no den fe a lo que cuentan las mujeres,
las primeras a las que Jesús se mostró vivo. Más inexplicable es la conversión de
san Pablo. No solo no creía en Jesús, sino que perseguía a los cristianos. Las
variopintas interpretaciones que se han dado para explicar su conversión en el
camino de Damasco, solo producen risa. En realidad, pretender que el
cristianismo se sostiene en una sarta de mentiras es más increíble que
reconocer que Dios ha actuado con poder resucitando a su Hijo.