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Dominio público |
Para seguir a Cristo en necesario tener el alma libre de todo apegamiento: del amor a sí mismo en primer lugar, de la excesiva preocupación por la salud, del futuro..., de las riquezas y bienes materiales. Porque cuando el corazón se llena de los bienes de la tierra, ya no queda lugar para Dios. A unos les pedirá el Señor la renuncia absoluta para disponer de ellos con más plenitud, como hizo con los Apóstoles, con el joven rico, con tantos, a lo largo de los siglos, que han encontrado en Él su tesoro y su riqueza. Y a todo el que pretenda seguirle, le exige Cristo un desprendimiento efectivo de sí mismo y de lo que tiene y usa. Si este desasimiento es real, se manifestará en muchos hechos de la vida ordinaria, pues siendo bueno el mundo creado, el corazón tiende a apegarse desordenadamente a las criaturas y a las cosas.
Por eso necesita el cristiano una vigilancia
continua y un examen frecuente, para que los bienes creados no impidan la unión
con Dios, sino que sean un medio para amarle y servirle. «Vigilen, pues, todos
para ordenar rectamente sus afectos -advierte el Concilio Vaticano II-, no sea
que, en el uso de las cosas de este mundo y en el apego a las riquezas,
encuentren un obstáculo que les aparte, contra el espíritu de pobreza
evangélica, de la búsqueda de la perfecta caridad, según el aviso del Apóstol:
Los que usan de este mundo, no se detengan en eso, porque los atractivos de
este mundo pasan (Cfr. 1 Cor 7, 31)». Estas palabras de San Pablo a los cristianos
de Corinto, que recoge la Segunda lectura de la Misa, son una invitación a
poner nuestro corazón en lo eterno, en Dios.
La renuncia que pide el Señor ha de
ser efectiva y concreta. Como dirá más tarde el mismo Jesús, es imposible
servir a Dios y a las riquezas. Si renunciamos a la propia vida por Cristo, con
más motivo hemos de hacerlo con los bienes pasajeros que, en definitiva, duran
poco y valen poco.
II. El desasimiento cristiano no es
desprecio de los bienes materiales, si se adquieren y se utilizan conforme a la
voluntad de Dios, sino hacer realidad en la propia vida aquel consejo del
Señor: Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os
dará por añadidura. Cuanto mayor es el desprendimiento, se descubre que mayor
es la capacidad de querer a los demás y de apreciar la bondad y belleza de la
creación.
Pero un corazón tibio y dividido, dado a compaginar el amor a Dios con el amor a los bienes, a la comodidad y al aburguesamiento, muy pronto desalojará a Cristo de su corazón y se encontrará prisionero de los bienes, que entonces se han convertido para él en males. No debemos olvidar que todos arrastramos como secuela del pecado original la tendencia a una vida más fácil, al aburguesamiento, al afán de dominio, a la preocupación por el futuro. A esta tendencia, que existe en todo corazón, se une la carrera desenfrenada por la posesión y el disfrute de medios materiales como si fuera lo más importante de la vida, que parece extenderse cada vez más en la sociedad en que vivimos.
En todas partes se observa una clara tendencia,
no al legítimo confort, sino al lujo, a no privarse de nada placentero. Es una
gran presión que se hace sentir por todas partes y que no debemos olvidar, si
queremos de verdad mantenernos libres de estas ataduras para seguir a Cristo y
ser ejemplos vivos de templanza, en medio de esa sociedad que debemos conducir
hasta el Señor. La abundancia y el disfrute de bienes materiales nunca darán la
felicidad al mundo; el corazón humano sólo encontrará en su Dios y Señor la
plenitud para la que fue creado. Cuando no se actúa con la necesaria fortaleza
para vivir ese desprendimiento, «el corazón queda entonces triste e
insatisfecho; se adentra por caminos de un eterno descontento y acaba
esclavizado ya en la tierra, víctima de esos mismos bienes que quizá se han
logrado a base de esfuerzos y renuncias sin cuento».
La pobreza y el desasimiento
cristiano no tienen nada que ver con la suciedad y dejadez, con el desaliño o
la falta de educación. Jesús va bien vestido. Su túnica, confeccionada
seguramente por su Madre, es en el Calvario objeto de sorteo, porque era sin
costura y de un solo tejido de arriba abajo; era una vestidura orlada. También
observamos cómo en casa de Simón nota la falta de las normas usuales de
educación y le echa en cara que no le haya ofrecido agua para lavarse los pies
ni le haya saludado con el beso de la paz y que no unja su cabeza con óleo...
La casa de la Sagrada Familia en Nazaret era modesta, limpia, sencilla,
ordenada, alegre, sin desperfectos no recompuestos por dejadez o desidia,
agradable, donde daba gusto estar. Frecuentemente no faltarían unas flores o
algún pequeño detalle de adorno colocado con gusto.
La pobreza del cristiano que se ha de santificar en medio del mundo está muy ligada al trabajo del que vive y sostiene a su familia; en el estudiante su pobreza se relaciona con un estudio serio y un tiempo bien aprovechado, con la clara conciencia de que contrae con su formación una deuda con la sociedad y con los suyos, y que debe prepararse con competencia para ser útil; la pobreza de la madre de familia estará íntimamente unida al cuidado de su hogar, de la ropa, de los muebles..., para que duren, al prudente ahorro, que la llevará a evitar los caprichos personales, al examen de calidades en lo que compra, lo que supondrá en ocasiones recorrer más de una tienda, comparar precios...
Y en relación a los hijos, ¡cómo agradecen luego el
haber sido educados con esa cierta austeridad, que entra por los sentidos y que
no necesita demasiadas explicaciones cuando se ve hecha vida en los padres! Y
eso, aunque se trate de una familia de posición desahogada. Los padres les
dejan una gran herencia cuando descubren que el trabajo es el mejor y más
sólido capital, cuando muestran el valor de las cosas y enseñan a gastar
teniendo en cuenta las necesidades que padecen muchos en la tierra, cuando les
educan para ser generosos.
III. El desprendimiento efectivo de los bienes supone sacrificio. Un desprendimiento que no cuesta es poco real. El estilo de vida cristiano supone un cambio radical de actitud frente a los bienes terrenos: se procuran y se usan no como si fueran un fin, sino como medio para servir a Dios, a la familia, a la sociedad. El fin de un cristiano no es tener cada vez más, sino amar más y más a Cristo, a través de sus trabajo, de su familia, también a través de los bienes.
La generosa
preocupación por las necesidades ajenas que vivían los primeros cristianos y
que San Pablo enseñó a vivir también a los fieles de las comunidades que iba
fundando, será siempre un ejemplo de permanente vigencia: un cristiano jamás
podrá contemplar con indiferencia las necesidades espirituales o materiales de
los demás, y debe poner los medios para contribuir generosamente a solucionar
esas necesidades. Unas veces con su aportación económica, otras cediendo su
tiempo para obras buenas, sabiendo que entonces no sólo se remedian las
necesidades de los santos (de otros hermanos en la fe), sino que también se
contribuye mucho a la gloria del Señor.
La generosidad en la limosna a
personas necesitadas o a obras buenas ha sido siempre una manifestación, no
única, del desprendimiento real de los bienes y del espíritu de pobreza
evangélica. Limosna, no sólo de lo superfluo, sino aquella que se compone
principalmente a base de sacrificios personales, de pasar necesidad en algún
campo. Esta ofrenda, hecha con sacrificio de aquello que nos parecía quizá
necesario, es gratísima al Señor. La limosna brota de un corazón
misericordioso, y «es más útil para quien la ejerce que para aquel que la
recibe. Porque quien la ejerce saca de allí un provecho espiritual, mientras
quien la recibe sólo temporal».
El Señor, como a los Apóstoles, nos ha invitado a seguirle, cada uno en unas peculiares condiciones, y para responder a esa llamada debemos vigilar si también nosotros hemos dejado todas las cosas, aunque de hecho tengamos que usar de ellas. Examinemos si somos generosos con lo que tenemos y usamos, si estamos desprendidos del tiempo, de la salud, si nuestros amigos nos conocen por ser personas que habitualmente viven con sobriedad, si somos generosos en la limosna, si evitamos gastos que son en el fondo capricho, vanidad, aburguesamiento, si cuidamos aquello que usamos: libros, instrumentos de trabajo, ropa; veamos, en definitiva, si nuestro deseo de seguir al Señor va acompañado del necesario desprendimiento de las cosas, y si este desprendimiento es real, si se expresa en hechos concretos. También Jesús pasa a nuestro lado; no dejemos que por cuatro cosas ‑basura las llama San Pablo-, estemos retrasando esa unión más honda con Cristo.