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La liturgia tiene, sin embargo, una lógica perfecta. Navidad, Epifanía y el Bautismo componen un conjunto que podría agruparse bajo el concepto de manifestación de Dios.
Dios ha roto su silencio —aunque desde la creación nunca ha dejado de hablar— para revelarse de modo definitivo en su Hijo: primero naciendo en nuestra carne, después revelándose a los pueblos paganos en la persona de los magos y, finalmente, hablando él mismo desde el Cielo para decir quién es ese Jesús que acaba de ser bautizado: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco». En el bautismo de Jesús, por consiguiente, no queda ninguna duda de quién es el nacido en Belén.
Ahora bien, ¿qué significa este bautismo de Jesús? A pesar de su sobriedad, el evangelista Marcos es un insigne teólogo. Distingue muy bien la diferencia entre el bautismo del Bautista y lo que en su día hará Jesús al instituir su bautismo: «Yo —dice Juan Bautista— os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo» (Mc 1,8). Juan predicaba la conversión de los pecados y realizaba en el Jordán un bautismo que simbolizaba el lavatorio de los pecados, pero naturalmente era un mero símbolo que no perdonaba los pecados; tan solo mostraba el arrepentimiento y el deseo de ser purificado.
El
bautismo de Jesús, por el contrario, se realiza con el poder del Espíritu capaz
de recrear al hombre haciendo de él una nueva criatura. Jesús viene a bautizar
al hombre mediante una renovación total de su ser, cuya agente es el Espíritu,
simbolizado también en el fuego. Por eso, cuando se despide de sus discípulos
antes de su Ascensión, les dice: «Juan os bautizó con agua, pero vosotros
seréis bautizados con Espíritu Santo dentro de no muchos días» (Hch 1,5). Se
refería a la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, cuando la comunidad
apostólica recibió bajo la forma de lenguas de fuego la fuerza del Espíritu
Santo.
Podemos preguntarnos, además, por qué Jesús quiso ser bautizado en el Jordán si él no necesitaba convertirse puesto que era el Hijo de Dios. Hay dos aspectos importantes en su bautismo además de lo ya dicho.
En primer lugar, Jesús quiso hacerse solidario con los pecadores y mostrarse como si fuera uno de ellos pues asumió nuestra pobre naturaleza, aunque en él exenta de pecado. Esta solidaridad explica que en su ministerio busque a los pecadores, coma con ellos y los reconcilie.
En segundo lugar, en cuanto hombre, Jesús necesitaba también recibir la unción del Espíritu que le capacitara para su misión. Por eso, dice el Evangelio que «apenas salió del agua, vio rasgarse los cielos y al Espíritu que bajaba hacia él como una paloma» (Mc 1,10). Los cielos ya se habían rasgado, como pedían los profetas, cuando Jesús nació en Belén.
Pero ahora, él
mismo ve que se rasgan para dar paso al Espíritu que permanecerá con él toda su
vida como ungido de Dios para poder realizar la misión encomendada. Lo dice muy
bien Pedro cuando predica sobre estos acontecimientos: «Me refiero —dice— a
Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó
haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios
estaba con él» (Hch 10, 38).
Esto
es lo que hemos celebrado en la Navidad. El Bautismo de Jesús es la palabra
definitiva de Dios sobre su Hijo, investido solemnemente con la unción del
Espíritu para realizar su misión.
+ César Franco