El mal se vence con el bien, la injusticia con la verdad unida a la misericordia
Ese odio, a veces, entra en la
propia vida. Surge ante una injusticia. Se nutre del recuerdo. Se aviva al ver
el cinismo de un culpable no castigado.
En sus formas extremas, el odio
lanza sus flechas contra grupos enteros de personas, contra nacionalidades,
contra clases sociales, contra categorías profesionales, contra todos los
miembros de un partido.
Porque el odio, aunque a veces
uno no se da cuenta, corroe a quien lo cultiva, y lo pone siempre en esa
pendiente resbaladiza que lleva a los insultos en público, a las agresiones,
incluso a la violencia.
No resulta fácil apagar el fuego
del odio cuando ha crecido día a día, sobre todo si ha cristalizado en el deseo
de venganza y en actitudes internas de rabia insatisfecha. Además, a veces
escapa de uno mismo, contagia a otros, y se convierte en un mal que no termina.
Muchos conflictos sociales surgen
desde el odio y lo alimentan. Conflictos políticos viven del odio hasta
“aprovecharlo” para aumentar el número de votos. Incluso llegan a asaltos
contra gente inocente o a guerras absurdas.
En el “Catecismo de la Iglesia
Católica” (n. 2303) leemos: “El odio voluntario es contrario a la caridad. El
odio al prójimo es pecado cuando se le desea deliberadamente un mal. El odio al
prójimo es un pecado grave cuando se le desea deliberadamente un daño grave”.
Cristo invita a perdonar, a no
dejarse atrapar por esa rabia interior que destruye a quien la acepta y que
abre espacio a heridas mayores.
El mal se vence con el bien, la
injusticia con la verdad unida a la misericordia, la ofensa con la mansedumbre
(cf. Rm 12,17-21; Mt 5,43-48).
Ya hay demasiado odio en nuestro mundo. Si empezamos a arrancar sus pequeñas raíces de nuestro corazón, y si pedimos a Dios que nos dé la fuerza de perdonar y de acoger incluso al enemigo, empezaremos a vencer el odio y a irradiar aquello que tanto necesita nuestro tiempo: el amor auténtico.
Fuente: Catholic.net