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Rudy Bagozzi | Shutterstock |
Esta
división me parece difícil porque está todo muy unido. No es
tan nítida la línea que separa a Dios de los hombres. Lo
humano de lo divino.
Está
todo interrelacionado.
Y si
lo separo me rompo por dentro. Me mata romper ambas
realidades. Pienso en lo que es de Dios y separo la misa, la oración, los
mandatos de Dios de mi vida laboral, de mi vida familiar.
Es
como si tuviera dos vidas. Una en la que Dios es el centro, el importante. Ese
Dios al que recibo en la eucaristía. El Dios del que hablo. El Dios que me ama
cuando guardo silencio.
Y luego esa vida mía en la que no entra Dios. Mi mundo del trabajo donde no dejo que hable e intervenga. El mundo de mis relaciones humanas en las que soy yo el que decide. El mundo de mis decisiones donde Él no tiene nada que decir. Y pienso, a Dios lo que es de Dios.
Hay
cosas que no le pertenecen y no las pongo en sus manos, son mías. Allí no tiene
cabida su mirada, su amor, su vida.
He reducido en ocasiones a Dios
a la sacristía. Allí cabe. Allí confieso mis pecados cuando tienen que ver con
Él.
Pero
otros pecados no son de su incumbencia. No importa si gasto el dinero de esta u
otra forma. No importa si soy injusto con mis empleados o en el trato con
aquellos con los que me relaciono. No importa porque eso es del César.
Esa
división ha ayudado tan poco a lo largo de la historia… Separo
a Dios de mi vida cuando no me interesa que interfiera en los pasos que doy.
Lo
busco en la sacristía cuando siento que sin Él no puedo caminar. Pero no lo
pongo en el centro de todo. No cuento con Él en cada decisión.
Es el
peligro de reducir a Dios a una ética de comportamiento. Un
Dios que me pide que me porte bien, que actúe moralmente. Un Dios elegante que
sólo quiere que cumpla con sus preceptos.
Es
tan limitada esa forma de ver las cosas… Saco a Dios de lo realmente
importante. Comenta el beato Carlos Acutis:
«Nuestro objetivo debe ser
infinito, no finito. El infinito es nuestra patria. El cielo nos ha estado
esperando desde siempre».
Dios está en todo lo que hago. Está en mi vida dentro de
cualquiera de mis sueños. Está en mi trabajo, en mi familia, en mi mundo
personal, en mi ocio.
Mi
mirada tiende al infinito. Con Él camino hacia el cielo y Él está presente en
todo lo que hago. En mi ocio está Él. y en mis diversiones. Y en mis
decisiones. Todo le incumbe, nada le es ajeno.
Quiero
que Dios sea el centro de todo. Quiero dejar de buscarme incluso cuando digo
que le busco a Él. Leía el otro día:
«En la eucaristía sucede la
entrega de Jesucristo. Quien sólo desea escuchar un buen sermón no vivencia lo
esencial. En la liturgia Dios se encuentra en el centro. Quien se coloca a sí
mismo en el centro se sentirá ajeno a ella. La referencia al yo en la
meditación. Muchas personas responden que en la meditación buscan encontrar la
paz. Otras buscan ideas claras. Otras poderes curativos»[1].
En
esa oración, en esa eucaristía lo busco a Él. Sólo cuando dejo de ser yo el centro de
todo lo que hago Él puede estar en el centro de mi vida.
Sólo
cuando paso yo a un segundo plano. Yo y mis intereses. Yo y mi mundo. Yo y mis
apetencias. Dios de mi vida. Ese es el Dios al que busco, al que amo.
Con
la moneda los fariseos querían poner a prueba a Jesús. Pero ellos quedaron
expuestos en sus intenciones. Jesús me muestra hoy que en mi vida está todo
unido. Dios y el mundo van de la mano.
El
Dios al que rezo quiere ocupar todos los ámbitos de mi vida. Quiere que se
integre en mí todo lo que yo he acabado dividiendo por culpa de mi pecado.
Me
he puesto yo en el centro y ha apartado a Dios. He decidido ser Dios. Poderoso
como Él, dueño de mi camino. Lo he dejado a un lado. Quiero
que reine en todo. Quiero que esté en el centro de mi vida.
[1] Franz Jalics, Ejercicios
de contemplación, 52
Carlos Padilla Esteban
Fuente: Aleteia