Me comparo y es todo muy sutil, me voy envenenando… Antídotos contra la
envidia
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El problema en mi vida es la envidia.
Cuando me comparo me doy cuenta de lo infeliz que puedo llegar a ser. Me
comparo con otros, miro sus vidas felices y sufro porque yo no estoy tan bien.
Leía el otro día:
«La
envidia es fuente de numerosos pecados de pensamiento, palabra y obra. De esa
turbia fuente brotan pensamientos faltos de amor, odiosos e injustos, palabras
detractoras y difamatorias como también actos hostiles y hasta criminales»[1].
La envidia se introduce en mi
ánimo y me amarga por dentro. Me quita la paz y la felicidad.
Cada vez que me comparo,
encuentro a personas que son más felices que yo, tienen más bienes, han tomado
decisiones mejores, les va mejor en la vida, tienen más éxitos, son más
queridos y valorados.
La
gente los aprecia y respeta mucho más que a mí. Los toman más en cuenta. Los
invitan a lugares a los que yo no puedo ir. Los elogian por lo que hacen mucho
más de lo que a mí me elogian. Toman en cuenta sus opiniones y puntos de vista
más que los míos.
Me
comparo con los que están mejor que yo, curiosamente no con los que están peor.
Tal vez por eso sufro más. Miro más a los que viven una vida aparentemente más
plena que la mía.
Y
de esa comparación brota siempre la envidia. Deseo lo que ellos tienen. Anhelo
los mejores puestos, los lugares más bellos, los puestos de más
responsabilidad.
Me comparo y es todo muy sutil.
Me voy envenenando mientras miro a mi alrededor. Y pierdo la paz
inmediatamente.
Me
fijo en lo que los demás hacen y me quejo inmediatamente. Pero en realidad Dios
es bueno y hace lo que quiere con lo suyo. Pero luego, cuando me comparo, creo
que merezco más.
Siempre
suelo apelar a la justicia cuando a mí me conviene. Pienso en lo que es justo
para mí, más que para los otros. Creo que yo merezco más.
No me importan los demás cuando
la vida es injusta con ellos. Me duele cuando conmigo es injusta. Y me rebelo
contra ese Dios que no me paga lo que creo que me corresponde.
Las
comparaciones siempre me hacen daño. Ese Dios al que digo amar es mucho
más misericordioso de lo que yo soy. Él es bueno y su forma de actuar no es la
mía.
Yo
tengo otros criterios más humanos, que brotan de mi herida, de mi propio
pecado. Dios no es así, es justo y misericordioso al mismo
tiempo. Y su justicia, cuando se aplica, trae la salvación
a mi vida.
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Dijo Dios: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los ganados y los reptiles de la tierra». Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó. (Génesis, 1,26-27)