El fin de esta regla de la
corrección es lograr la salvación de la persona. Se trata de practicar la
caridad con quien lo necesita en el orden espiritual
Muchos
cristianos desean una Iglesia perfecta, pero tal Iglesia no existe. El dicho
latino ecclesia semper reformanda indica que la Iglesia está siempre en vías de
reforma. Pero no sólo la Iglesia llamada institución, a la que siempre miramos
cuando hablamos de reforma, sino la Iglesia de a pie, la que formamos cada
bautizado.
El hecho de estar formada por hombres exige a cada uno que aspire a
la perfección de manera que toda la comunidad se beneficie. Con razón decía
Pablo que cada miembro debe contribuir a la perfección del cuerpo total.
Basta leer el Nuevo Testamento para
darse cuenta de que nunca ha existido una Iglesia perfecta. En la primera
comunidad de Jerusalén, en las comunidades fundadas por Pablo, y en el resto de
las que conocemos nos encontramos con el pecado de sus miembros. Algunas de las
cartas de Pablo han nacido precisamente para corregir errores, evitar
divisiones, y edificar auténticas iglesias de Cristo.
Jesús, en el Evangelio de hoy,
también sabe que su comunidad no es perfecta y formula lo que podríamos llamar
la «regla de la corrección fraterna». Desde el principio, Jesús tuvo que
corregir a sus discípulos cuando veía comportamientos pecaminosos: afán de ser
los primeros, deseos de poder, críticas a los demás. Actitudes propias del hombre,
que no deben escandalizar, pues son patrimonio común.
En la regla que ofrece
Jesús, señala tres pasos: el primero —cuando uno peca contra su hermano— es ir
directamente a él buscando la reconciliación. La venganza está prohibida.
Callarse no es bueno, porque la ofensa fermenta en el corazón y produce
reacciones negativas. Murmurar no arregla nada y extiende el mal. Lo mejor es
la apertura del corazón y la sinceridad en la corrección directa.
Si
este gesto es eficaz, dice Jesús que hemos salvado al hermano. Si no hace caso,
el segundo paso es llamar a uno o dos hermanos que sean testigos de la
corrección. Y si tampoco este camino resulta fructuoso, el tercer paso es
decírselo a la comunidad, que tiene su autoridad. Y si a la comunidad no
hiciera caso —dice Jesús— «considéralo como un pagano o publicano». Con esta
expresión, Jesús quiere decir que dicho comportamiento es propio de quien no
cree en Dios o quiere ser tenido por un pecador público, como eran los
publicanos.
El fin de esta regla de la corrección
es lograr la salvación de la persona. Se trata de practicar la caridad con
quien lo necesita en el orden espiritual. «Corregir al que yerra» es una obra
de misericordia. Normalmente, actuamos de forma distinta a la que dice Jesús:
damos a conocer los pecados ajenos, buscamos resarcirnos de las ofensas
recibidas, o no aceptamos la corrección por falta de humildad o por obstinación
en el pecado.
El
Papa Francisco habla frecuentemente del daño que hace a la Iglesia la
murmuración y las críticas sobre los defectos ajenos. Las murmuraciones, ha
dicho, matan igual y más que las armas. Hablando de la primera comunidad
cristiana se ha referido a la «cizaña de la murmuración, la cizaña de las
habladurías». Y más expresamente: «Este cáncer diabólico que es la murmuración,
que nace de la voluntad de destruir la reputación de una persona, agrede al
cuerpo eclesial y lo daña gravemente».
Sabemos que corregir no es fácil. Hay
que hacerlo no sólo con la verdad, sino con extremada caridad, de manera que en
la corrección se haga patente el amor al hermano que ha pecado y experimente
que la Iglesia lo busca para sacarlo del error y conducirlo de nuevo a la
comunión perdida.
Para
hacer esto bien, hay una fórmula muy segura: preguntarnos a nosotros mismos
cómo nos gustaría que nos corrigieran. Así cumpliremos el mandato de «amarás a
tu prójimo como a ti mismo».
+ César Franco
Obispo de Segovia.