EL
VINO NUEVO
II. La contrición restaura y
prepara para recibir nuevas gracias.
III. La Confesión sacramental,
medio para crecer en la vida interior.
«Entonces se le
acercaron los discípulos de Juan, diciendo: ¿Por qué nosotros y los fariseos
ayunamos con frecuencia, y en cambio tus discípulos no ayunan? Jesús les
respondió: ¿A caso pueden estar de duelo los amigos del esposo mientras el
esposo está con ellos? Días vendrán en que les será arrebatado el esposo;
entonces ayunaran.
Nadie pone una pieza de paño nuevo a un vestido viejo,
porque la pieza tiraría del vestido y se produciría un desgarrón peor Ni se
echa vino nuevo en odres viejos, pues de lo contrario los odres reventarían, y
el vino se derramaría, perdiéndose los odres; sino que el vino nuevo lo echan
en odres nuevos y así ambos se conservan.» (Mateo 9, 14-17)
I. Jesús enseñaba, y
quienes le escuchaban le entendían bien. Todos los que oyeron por vez primera
las palabras que recoge el Evangelio de la Misa sabían de remiendos en los
vestidos, y todos también, acostumbrados a las faenas del campo, conocían lo
que pasa cuando se echa el vino nuevo, sacado de la uva recién vendimiada, en
los odres viejos. Con estas imágenes sencillas y bien conocidas enseñaba el
Señor las verdades más profundas acerca del Reino que Él vino a traer a las
almas: Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado; porque la
pieza tira del manto y deja un roto peor. Tampoco se echa vino nuevo en los
odres viejos; porque revientan los odres: se derrama el vino y los odres se
estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas se
conservan.
Jesús
declara la necesidad de acoger su doctrina con un espíritu nuevo, joven, con
deseos de renovación; pues de la misma manera que la fuerza de la fermentación
del vino nuevo hace estallar los recipientes ya envejecidos, así también el
mensaje que Cristo trae a la tierra tenía que romper todo conformismo, rutina y
anquilosamiento. Los Apóstoles recordarían aquellos días junto a Jesús como el
principio de su verdadera vida. No recibieron su predicación como una
interpretación más de la Ley, sino como una vida nueva que surgía en ellos con
ímpetu extraordinario y requería disposiciones nuevas.
Siempre
que los hombres se han encontrado con Jesús a lo largo de estos veinte siglos,
algo ha surgido en ellos, rompiendo actitudes viejas y gastadas. Ya el Profeta
Ezequiel había anunciado que Dios otorgaría a los suyos otro corazón y les
daría un espíritu nuevo. San Beda, al comentar este pasaje del Evangelio,
explica cómo los Apóstoles serán transformados en Pentecostés y repletos a la vez
del fervor del Espíritu Santo. Esto ocurrirá después en la Iglesia con cada uno
de sus miembros, una vez recibido el Bautismo y la Confirmación. Estos nuevos
odres, el alma limpia y purificada, deben estar siempre llenos; «pues vacíos,
los carcome la polilla y la herrumbre; la gracia los conserva llenos».
El
vino nuevo de la gracia necesita unas disposiciones en el alma constantemente
renovadas: empeño por comenzar una y otra vez en el camino de la santidad, que
es señal de juventud interior, de esa juventud que tienen los santos, las
personas enamoradas de Dios. Disponemos el alma para recibir el don divino de
la gracia cuando correspondemos a las mociones e insinuaciones del Espíritu
Santo, pues nos preparan para recibir otras nuevas y, si no hemos sido del todo
fieles, cuando acudimos al Señor pidiéndole que sane nuestra alma. «Quita,
Señor Jesús -le pedimos con San Ambrosio-, la podredumbre de mis pecados.
Mientras me tienes atado con los lazos del amor, sana lo que está enfermo
(...). Yo he encontrado un médico, que vive en el Cielo y derrama su medicina
sobre la tierra. Sólo Él puede curar mis heridas, pues no tiene ninguna; sólo
Él puede quitar al corazón su dolor, al alma su palidez, pues Él conoce los
secretos más recónditos». Sólo tu amor, Señor, puede preparar mi alma para
recibir más amor.
II. El Espíritu Santo trae
constantemente al alma un vino nuevo, la gracia santificante, que debe crecer
más y más. Este «vino nuevo no envejece, pero los odres pueden envejecer. Una
vez rotos se echan a la basura y el vino se pierde». Por eso es necesario
restaurar continuamente el alma, rejuvenecerla, pues son muchas las faltas de
amor, los pecados veniales quizá, que la indisponen para recibir más gracias y
la envejecen. En esta vida sentiremos siempre las heridas del pecado: defectos
del carácter que no se acaban de superar, llamadas de la gracia que no sabemos
atender con generosidad, impaciencias, rutina en la vida de piedad, faltas de
comprensión...
Es
la contrición la que nos dispone para nuevas gracias, acrecienta la esperanza,
evita la rutina, hace que el cristiano se olvide de sí mismo y se acerque de
nuevo a Dios en un acto de amor más profundo. La contrición lleva consigo la
aversión al pecado y la conversión a Cristo. Ese dolor de corazón no se identifica
con el estado en que puede encontrarse el alma por los efectos desagradables de
la falta (la ruptura de la paz familiar, la pérdida de una amistad...); ni
siquiera consiste en el deseo de no haber hecho lo que se ha hecho...: es la
decidida condena de una acción, la conversión hacia lo bueno, hacia la santidad
de Dios manifestada en Cristo, es «la irrupción de una vida nueva en el alma»,
llena de amor al encontrarse otra vez con el Señor. Por eso no sabe
arrepentirse, no se siente movido a la contrición, quien no relaciona sus
pecados, los grandes y las pequeñas faltas, con el Señor.
Delante
de Jesús, todas las acciones adquieren su verdadera dimensión; si nos
quedáramos solos ante nuestras faltas, sin esa referencia a la Persona
ofendida, probablemente justificaríamos y restaríamos importancia a las faltas
y pecados, o bien nos llenaríamos de desaliento y de desesperanza ante tanto
error y omisión. El Señor nos enseña a conocer la verdad de nuestra vida y, a
pesar de tantos defectos y miserias, nos llena de paz y de deseo de ser
mejores, de recomenzar de nuevo.
El
alma humilde siente la necesidad de pedir a Dios perdón muchas veces al día.
Cada vez que se aparta de lo que el Señor esperaba de ella ve la necesidad de
volver como el hijo pródigo, con dolor verdadero: padre, pequé contra el cielo
y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo: trátame como a uno de
tus jornaleros. Y el Señor, «que está cerca de los que tienen el corazón
contrito», escuchará nuestra oración. Con esta contrición el alma se prepara
continuamente para recibir el vino nuevo de la gracia.
III. El Señor, sabiendo que
éramos frágiles, nos dejó el sacramento de la Penitencia, donde el alma no sólo
sale restablecida, sino que, si había perdido la gracia, surge con una vida
nueva. A este sacramento debemos acudir con sinceridad plena, humilde,
contrita, con deseos de reparar. Una Confesión bien hecha supone un examen
profundo (profundo no quiere decir necesariamente largo, sobre todo si nos
confesamos con frecuencia): si es posible, ante el Sagrario, y siempre en la
presencia de Dios. En el examen de conciencia, el cristiano ve lo que Dios
esperaba de su vida y lo que en realidad ha sido; la bondad o malicia de sus
acciones, las omisiones, las ocasiones perdidas..., la intensidad de la falta
cometida, el tiempo que se permaneció en ella antes de pedir perdón.
El
cristiano que desea tener una conciencia delicada, y para ello se confiesa con
frecuencia, «no se contentará con una confesión simplemente válida, sino que
aspirará a una confesión buena que ayude al alma eficazmente en su aspiración
hacia Dios. Para que la confesión frecuente logre este fin, es menester tomar
con toda seriedad este principio: sin arrepentimiento no hay perdón de los
pecados. De aquí nace esta norma fundamental para el que se confiesa con
frecuencia: no confesar ningún pecado venial del que uno no se haya arrepentido
seria y sinceramente.
»Hay
un arrepentimiento general. Es el dolor y la detestación de los pecados
cometidos en toda la vida pasada. Ese arrepentimiento general es para la
confesión frecuente de una importancia excepcional», pues ayuda a restañar las
heridas que dejaron las flaquezas, purifica el alma y la hace crecer en el amor
al Señor.
La
sinceridad nos llevará siempre que sea necesario a descender a esos pequeños
detalles que dan a conocer mejor nuestra flaqueza: ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué
motivo?, ¿cuánto tiempo?; evitando tanto el detalle insustancial y prolijo como
la generalización, diciendo con sencillez y delicadeza lo que ha ocurrido, el verdadero
estado del alma, huyendo de las divagaciones, como «no fui humilde», «tuve
pereza», «he faltado a la caridad»..., cosas, por otra parte, aplicables casi
siempre al común de los mortales. Al practicar la Confesión frecuente hemos de
cuidar siempre que sea un acto personal en el que nosotros pedimos perdón al
Señor de flaquezas muy concretas y reales, no de generalidades difusas.
Este
sacramento de la misericordia es refugio seguro; allí se curan las heridas, se
rejuvenece lo que ya estaba gastado y envejecido, y todos los extravíos,
grandes y pequeños, se remedian. Porque la Confesión no sólo es un juicio en el
que las deudas son perdonadas, sino también medicina del alma.
La
Confesión impersonal esconde con frecuencia un punto de soberbia y de amor
propio que trata de enmascarar o justificar lo que humilla y deja, humanamente,
en mal lugar. Quizá pueda ayudarnos, para hacer más personal este acto de la
penitencia, cuidar hasta el modo de confesarnos: «yo me acuso de ...», pues no
es este sacramento un relato de cosas sucedidas, sino autoacusación humilde y
sencilla de nuestros errores y flaquezas ante Dios mismo, que nos perdonará a
través del sacerdote y nos inundará con su gracia.
«¡Dios
sea bendito!, te decías después de acabar tu Confesión sacramental. Y pensabas:
es como si volviera a nacer.
»Luego,
proseguiste con serenidad: "Domine, quid me vis facere?" -Señor, ¿qué
quieres que haga?
»-Y
tú mismo te diste la respuesta: con tu gracia, por encima de todo y de todos,
cumpliré tu Santísima Voluntad: "serviam!" -¡te serviré sin
condiciones!». Te serviré, Señor, como siempre has querido que lo haga: con
sencillez, en medio de mi vida corriente, en lo ordinario de todos los días.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org