LA NUEVA FAMILIA DE JESÚS
II. Debemos tener el necesario desprendimiento e independencia para llevar a
cabo la propia vocación.
III. María, la Madre de la nueva familia de Jesús, la Iglesia, es también
Madre de cada uno de nosotros.
“En aquel tiempo, estaba
Jesús hablando a la gente, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera,
tratando de hablar con Él. Uno se lo avisó: -«Oye, tu madre y tus hermanos
están fuera y quieren hablar contigo. » Pero Él contestó al que le avisaba:
-«¿Quién es mí madre y quiénes son mis hermanos?» Y, señalando con la mano a
los discípulos, dijo: -«Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la
voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi
madre»” (Mateo 12, 46-50).
I. El Evangelio de la Misa
nos muestra a Jesús predicando una vez más. Se halla en una casa tan abarrotada
de gente que su Madre y otros parientes no pueden llegar hasta Él, y le envían
un recado. Alguien le dijo entonces: Mira que tu madre y tus hermanos están
fuera intentando hablarte. Y Él, extendiendo las manos hacia sus discípulos,
les dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Pues todo el que haga la voluntad de
mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.
En
otra ocasión, una mujer del pueblo, al ver las palabras llenas de vida de
Jesús, exclamó en una alabanza a María: Bienaventurado el vientre que te llevó
y los pechos que te criaron. Pero el Señor dio la impresión de querer rechazar
el requiebro de aquella mujer, y contestó: Bienaventurados más bien los que
escuchan la palabra de Dios y la guardan.
El
Papa Juan Pablo II relaciona estas dos escenas con aquella respuesta que Jesús
dio a María y a José cuando le encontraron en Jerusalén, a la edad de doce
años, después de una búsqueda afanosa durante tres días. Allí les dijo Jesús,
con un amor sin límites y con una claridad total: ¿Por qué me buscabais? ¿No
sabíais que es necesario que Yo esté en las cosas de mi Padre?.
Desde
el comienzo, Jesús estuvo dedicado a las cosas de su Padre. Anunciaba el Reino
de Dios y a su paso todas las cosas alcanzaban un sentido nuevo, también el
parentesco. «En esta dimensión nueva, un vínculo como el de la
"fraternidad" significa también una cosa distinta de la
"fraternidad según la carne", que deriva del origen común de los
mismos padres. Y aun la "maternidad" ( ...) adquiere un significado
diverso», más profundo y más íntimo.
Nos
enseña repetidamente el Señor que por encima de cualquier vínculo y autoridad
humana, incluso la familiar, está el deber de cumplir la voluntad de Dios, la
propia vocación. Nos dice que seguirle de cerca, en la propia vocación, la que
Él ha dado a cada hombre y a cada mujer, nos lleva a compartir su vida hasta
tal punto de intimidad que constituye un vínculo más fuerte que el familiar.
Santo Tomás lo explica diciendo que «todo fiel que hace la voluntad del Padre,
esto es, que le obedece, es hermano de Cristo, porque es semejante a Aquel que
cumplió la voluntad del Padre.
Pero,
quien no sólo obedece, sino que convierte a otros, engendra a Cristo en ellos,
y de esta manera llega a ser como la Madre de Cristo». Es muy fuerte el vínculo
que nace de llevar la misma sangre, pero lo es aún más el que se origina del
seguir a Cristo en el mismo camino. No hay ninguna relación humana, por
estrecha que sea, que se asemeje a nuestra unión con Jesús y con quienes siguen
a Jesús.
II. ¿Quién es mi madre...?
«¿Se aleja con esto de la que ha sido su madre según la carne? ¿Quiere tal vez
dejarla en la sombra del escondimiento, que ella misma ha elegido? Si así puede
parecer por el significado de aquellas palabras, se debe constatar, sin
embargo, que la maternidad nueva y distinta, de la que Jesús habla a sus
discípulos, concierne concretamente a María de un modo especialísimo». Ella es amada
por Jesús de modo absolutamente singular a causa del vínculo de la sangre por
el que María es su Madre según la carne.
Pero
Jesús la ama más, y está más estrechamente unido con Ella, por los lazos de la
delicada fidelidad de la Virgen a su vocación, al perfecto cumplimiento de la
voluntad del Padre. Por eso la Iglesia nos recuerda que la Santísima Virgen
«acogió las palabras con las que su Hijo, exaltando el Reino por encima de las
condiciones y lazos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los
que escuchan y guardan la palabra de Dios, como Ella lo hacía fielmente».
La
propia vocación nos hace querer, humana y sobrenaturalmente, a los padres, a
los hijos, a los hermanos. Dios ensancha y afina el corazón, y a la vez nos
pide la necesaria independencia y desprendimiento de cualquier atadura, para
llevara cabo lo que Él quiere de cada uno: realizar la propia llamada, que es
única e irrepetible, aunque alguna vez, por razones comprensibles, pueda causar
dolor a quienes más queremos en la tierra.
No
podemos olvidar que después de la explicación de Jesús a María y a José, que
llevaban tres días buscándole, ellos no comprendieron lo que les dijo, siendo
María la llena de gracia y José justo, metido plenamente en Dios. Más tarde
fueron entendiendo más -María en un orden más profundo-, a medida que los
acontecimientos de su Hijo se iban desarrollando. No nos tiene que sorprender,
por tanto, que a veces nuestros parientes no entiendan.
¡Qué
alegría pertenecer con lazos tan fuertes a esta nueva familia de Jesús! ¡Cómo
hemos de querer y ayudar a quienes están fuertemente unidos a nosotros por los
vínculos de la fe y de la vocación! Entonces entendemos las palabras de la
Escritura: Frater qui adiuvatur a fratre quasi civitas firma, el hermano,
ayudado por su hermano, es como una ciudad amurallada. Nada puede contra la
caridad y la fraternidad bien vivida. «¡Poder de la caridad! -Vuestra mutua
flaqueza es también apoyo que os sostiene derechos en el cumplimiento del deber
si vivís vuestra fraternidad bendita: como mutuamente se sostienen, apoyándose,
los naipes».
III. Todo el que haga la
voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano y mi hermana y
mi madre. Quizá la Virgen, desde el lugar en que se encontraba fuera de la casa
donde enseñaba su Hijo, oyera estas palabras, o quizá alguien se las repetiría
enseguida. Ella bien sabía los lazos profundos que la unían con Aquel a quien
iba a ver: vínculos de la naturaleza, y otros, más profundos aún, originados
por su perfecta unión con la Trinidad Beatísima.
Ella
sabía, cada vez de un modo más perfecto, que había sido llamada desde la
eternidad para ser la Madre de esta nueva familia que se forma en torno a
Jesús. Por medio de la fe correspondió a la llamada que Dios le dirigía para
ser Madre de su Hijo y «en la misma fe ha descubierto y acogido la otra dimensión
de la maternidad, revelada por Jesús durante su misión mesiánica.
Se
puede afirmar -enseña el Papa Juan Pablo II- que esta dimensión de la
maternidad pertenece a María desde el comienzo, o sea desde el momento de la
concepción y del nacimiento del Hijo. Desde entonces era "la que ha
creído". A medida que se esclarecía ante sus ojos y ante su espíritu la
misión del Hijo, ella misma como Madre se abría cada vez más a aquella
"novedad" de la maternidad, que debía constituir su "papel"
junto al Hijo».
Más
tarde, en el Calvario, se descorrió por completo el velo del misterio de su
maternidad espiritual sobre aquellos que a lo largo de los siglos habían de
creer en Él: Ahí tienes a tu hijo, le dijo Jesús señalando a Juan. Y en él
estábamos representados todos los hombres. Esa maternidad se extiende de modo
particular a todos los bautizados y a quienes están en camino hacia la fe,
porque María es Madre de la Iglesia toda, la gran familia del Señor que se
prolonga a través de los tiempos.
Se
da una particular correspondencia entre el momento de la Encarnación del Hijo
de Dios y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, y «la persona que une
estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de
Jerusalén. En ambos casos su presencia discreta, pero esencial, indica el
camino del "nacimiento del Espíritu". Así la que está presente en el
misterio de Cristo como Madre, se hace -por voluntad del Hijo y por obra del
Espíritu Santo-presente en el misterio de la Iglesia».
La
presencia de María en la Iglesia es una presencia materna, y lo mismo que en
una familia la relación de maternidad y de filiación es única e irrepetible,
así nuestra relación con la Madre del Cielo es única y diferente para cada
cristiano. Y lo mismo que Juan la acogió en su casa, cada cristiano ha de
«entrar en el radio de acción de aquella "caridad materna"».
A
cada uno nos quiere como si fuera su único hijo, y se desvela por nuestra
santidad y por nuestra salvación como si no tuviera otros hijos en la tierra.
Muchas veces hemos de llamarla ¡Madre! Y ahora, al terminar este rato de
oración, le decimos en la intimidad de nuestra alma: ¡Madre mía!, no me dejes.
¡Tú bien sabes cuánta necesidad tengo de Ti! ¡Ayúdame a estar siempre cerca de
tu Hijo!
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org