MISIÓN SOBRENATURAL DE LA IGLESIA
II. La misión de la Iglesia es de orden sobrenatural, pero no se desentiende
de las tareas que afectan a la dignidad humana.
III. Los cristianos manifiestan su unidad de vida en la promoción de obras de
justicia y de misericordia.
“En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
apóstoles: -«Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad
enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis
recibido gratis, dadlo gratis.
No llevéis en la faja oro, plata ni calderilla;
ni tampoco alforja para el camino, ni túnica de repuesto, ni sandalias, ni
bastón; bien merece el obrero su sustento. Cuando entréis en un pueblo o aldea,
averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis.
Al entrar en una casa, saludad; si la casa se lo merece, la paz que le deseáis
vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros. Si alguno no os
recibe o no os escucha, al salir de su casa o del pueblo, sacudid el polvo de
los pies. Os aseguro que el día del juicio les será más llevadero a Sodoma y
Gomorra que a aquel pueblo»” (Mateo 10,7-15).
I. Jesús consuma la obra de la Redención con su Pasión, Muerte
y Resurrección. Tras su Ascensión al Cielo, envía al Espíritu Santo, para que
sus discípulos puedan anunciar el Evangelio y hacer a todos partícipes de la
salvación. Los Apóstoles son, así, los obreros enviados a la mies por su dueño,
los siervos enviados para llamar a los invitados a las bodas, y a los que
encomienda llenar la sala del banquete.
Pero
además de esta misión, los Apóstoles representan a Cristo mismo y al Padre: el
que a vosotros oye a Mí me oye, y el que a vosotros desecha a Mí me desecha, y
el que me rechaza a Mí, rechaza al que me envió. La misión de los Apóstoles
quedará unida íntimamente a la misión de Jesús: como el Padre me envió, así
también os envío Yo. Precisamente será a través de ellos como la misión de
Cristo se hará extensiva a todas las naciones y a todos los tiempos. La
Iglesia, fundada por Cristo y edificada sobre los Apóstoles, sigue anunciando
el mismo mensaje del Señor y realiza su obra en el mundo.
El
Evangelio de la Misa de hoy narra cómo Jesús urge a los Doce, a quienes acaba
de elegir, para que salgan a cumplir su nueva tarea. Este primer cometido es
preparación y figura del envío definitivo, que tendrá lugar después de la
Resurrección. Entonces les dirá: Id..., predicad el Evangelio, haced discípulos
a todas las naciones. Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo. Hasta la llegada de Jesús, los Profetas habían anunciado al pueblo
escogido del Antiguo Testamento los bienes mesiánicos, a veces en imágenes
acomodadas a su mentalidad todavía poco madura para entender la realidad que
estaba ya próxima. Ahora -en esta primera misión apostólica-, Jesús envía a sus
Apóstoles para que anuncien que el Reino de Dios prometido es inminente,
poniendo de manifiesto sus aspectos espirituales. El Señor les concreta lo que
han de predicar: el Reino de los Cielos está cerca.
Nada
les dice de la liberación del yugo romano que padecía la nación, o del sistema
social y político en el que han de vivir, o de otras cuestiones exclusivamente
terrenas. Ni vino Cristo para esto, ni para esto han sido ellos elegidos.
Vivirán para dar testimonio de Cristo, difundir su doctrina y hacer partícipes
de su salvación a todos los hombres. Este mismo camino siguió San Pablo. «Si le
preguntamos qué cosas solía tratar en la predicación, él mismo las compendia
así: nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y
éste, crucificado (1 Cor 2, 2). Hacer que los hombres conociesen más y más a
Jesucristo, con un conocimiento que no se parase sólo en la fe, sino que se
tradujera en las obras de la vida, esto es en lo que se esforzó con todo el
empeño de su corazón el Apóstol».
La
Iglesia, continuadora en el tiempo de la obra de Jesucristo, tiene la misma
misión sobrenatural que su Divino Fundador transmitió a los Apóstoles. «Para
esto ha nacido la Iglesia: para, dilatando el Reino de Cristo por toda la
tierra, hacer partícipes a todos los hombres de la redención salvadora, y, por
medio de ellos, orientar verdaderamente todo el mundo hacia Cristo». Su misión
trasciende los movimientos sociales, las ideologías, las reivindicaciones de
grupos...; al mismo tiempo, desde una nueva perspectiva y solicitud, está
hondamente interesada por todos los problemas humanos, y trata de orientarlos
al fin sobrenatural y verdaderamente humano del hombre.
II. Id y predicad diciendo que el Reino de los Cielos está al
llegar. La misión de nuestra Madre la Iglesia es dar a los hombres el tesoro
más sublime que podemos imaginar, conducirlos a su destino sobrenatural y
eterno a través principalmente de la predicación y de los sacramentos: «éste, y
no otro, es el fin de la Iglesia: la salvación de las almas, una a una. Para
eso el Padre envió al Hijo, y yo os envío también a vosotros (Jn 20, 21). De
ahí el mandato de dar a conocer la doctrina y de bautizar, para que en el alma
habite, por la gracia, la Trinidad Beatísima».
El
mismo Jesús nos anunció: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en
abundancia. No se refería el Señor a una vida terrena cómoda y sin
dificultades, sino a la vida eterna. Vino a liberarnos principalmente de
aquello que nos impide alcanzar la vida definitiva: el pecado, que es el único
mal absoluto. Así nos da también la posibilidad de superar las múltiples
consecuencias del pecado en este mundo: la angustia, las injusticias, la
soledad..., o de llevarlas por Dios con alegría cuando no se pueden evitar,
convirtiendo el dolor en sufrimiento fecundo que conquista la eternidad.
La
Iglesia no toma partido por opciones temporales determinadas, como no lo hizo
su Maestro. Quienes, sin fe, le vieron casi solo en la cruz, pudieron pensar
que había fracasado, «precisamente por no optar por una de las soluciones
humanas: ni judíos ni romanos le siguieron. Pero no; fue precisamente lo
contrario: judíos y romanos, griegos y bárbaros, libres y esclavos, hombres y
mujeres, sanos y enfermos, todos van siguiendo a ese Dios hecho hombre, que nos
ha liberado del pecado, para encaminarnos a un destino eterno, donde únicamente
se cumplirá la verdadera realización, libertad y plenitud del hombre, hecho a
imagen y semejanza de Dios, y cuya aspiración más profunda rebasa cualquier
tarea pasajera, por noble que sea».
La
Iglesia tiene como misión llevar a sus hijos a Dios, a su destino eterno. Pero
no se desentiende de las tareas humanas; por su misma misión espiritual, mueve
a sus hijos y a todos los hombres a que tomen conciencia de la raíz de donde
provienen todos los males, y urge a que pongan remedio a tantas injusticias, a
las deplorables condiciones en que viven muchos hombres, que constituyen una
ofensa al Creador y a la dignidad humana. La esperanza en el Cielo «no debilita
el compromiso en orden al progreso de la ciudad terrena, sino por el contrario
le da sentido y fuerza. Conviene ciertamente distinguir bien entre progreso
terreno y crecimiento del Reino, ya que no son del mismo orden. No obstante,
esta distinción no supone una separación, pues la vocación del hombre a la vida
eterna no suprime sino que confirma su deber de poner en práctica las energías
y los medios recibidos del Creador para desarrollar su vida temporal».
Nosotros
somos corredentores con Cristo, y hemos de preguntarnos si llevamos a nuestros
familiares y amigos el don más preciado que tenemos: la fe en Cristo; y junto a
este bien incomparable, nos sentimos movidos, charitas enim Christi urget nos,
nos urge la caridad de Cristo, a promover a nuestro alrededor un mundo más
justo y más humano.
III. Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los
leprosos...
Desde
el comienzo de la Iglesia, los fieles cristianos llevaban la fe por todas
partes, y también desde aquellos primeros momentos una multitud de cristianos
«han dedicado sus fuerzas y sus vidas a la liberación de toda forma de opresión
y a la promoción de la dignidad humana. La experiencia de los santos y el
ejemplo de tantas obras de servicio al prójimo constituyen un estímulo y una
luz para las iniciativas liberadoras que se imponen hoy», quizá con más
urgencia que en otras épocas.
La fe
en Cristo nos mueve a sentirnos solidarios de los demás hombres en sus
problemas y carencias, en su ignorancia y falta de recursos económicos. Esta
solidaridad no es «un sentimiento superficial por los males de tantas personas,
cercanas o lejanas», sino «la determinación firme y perseverante de empeñarse
por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos
seamos verdaderamente responsables de todos». La fe nos lleva a sentir un hondo
respeto por las personas, por toda persona, a no permanecer jamás indiferentes
ante las necesidades de los demás: curad a los enfermos, resucitad a los
muertos, sanad a los leprosos, arrojad a los demonios...Seguir a Cristo se
manifestará en obras de justicia y de misericordia, en el interés por conocer
los principios de la doctrina social de la Iglesia y en llevarlos a cabo en
primer lugar en nuestro propio ámbito, donde se desarrolla nuestra vida.
De cada
uno de nosotros se debería poder decir al final de la vida que, como
Jesucristo, pasó haciendo el bien: en la familia, en los compañeros de trabajo,
en los amigos, en aquellos que encontramos en el camino por cualquier motivo.
«Los discípulos de Jesucristo hemos de ser sembradores de fraternidad en todo
momento y en todas las circunstancias de la vida. Cuando un hombre o una mujer
viven intensamente el espíritu cristiano, todas sus actividades y relaciones
reflejan y comunican la caridad de Dios y los bienes del Reino. Es preciso que
los cristianos sepamos poner en nuestras relaciones cotidianas de familia,
amistad, vecindad, trabajo y esparcimiento, el sello del amor cristiano, que es
sencillez, veracidad, fidelidad, mansedumbre, generosidad, solidaridad y
alegría».
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org