¿Quién
soy yo para juzgar las intenciones de los demás?
Liderina | Shutterstock |
A menudo
no sé si la intención con la que hago las cosas es la que manifiesto al
hacerlas o hay una segunda intención escondida. No sé si hay un solo motivo o
hay varios. Tampoco sé si mis motivaciones son las correctas. Me cuesta saber
si el motivo siempre es el adecuado. No sé si lo hago bien, no sé si es lo
correcto.
Tal
vez no haya unas intenciones más correctas que otras. O tal vez sí. ¿Cómo se
puede valorar la intención de un acto? ¿Es malo hacer algo movido por el deseo
de servir por un lado y de ser amado y valorado al mismo tiempo? Tengo
en mi alma un deseo constante de ser reconocido valorado. ¿Puedo negarlo?
Desde
la cuna reía para hacer reír y hacía gestos con mi cara, brazos y piernas para
llamar la atención de los que me querían. Después he seguido haciéndolo. Necesito
calmar esa ansia del alma de darme y ser generoso. Y al mismo tiempo
quiero satisfacer ese deseo profundo de ser amado, abrazado,
reconocido, valorado.
Vivo
movido por mis heridas más profundas, esas que alguien un día causó sin pretenderlo.
Esas heridas que sufro casi desde niño, en mi subconsciente. Alguna mirada,
algún desprecio, algún desplante, dejó mi alma rota.
Desde
entonces voy corriendo por los campos de mi vida pretendiendo ser amado,
deseado, buscado. Soy como un niño abandonado que intenta regresar a su hogar
perdido en medio de bosques, buscando el rumbo.
Entonces, ¿quién
soy yo para juzgar las intenciones de los demás cuando hacen el bien? Simplemente
lo hacen, aman, se preocupan por otros, acompañan la vida de los necesitados.
Solo eso basta para amar a otros. Solo eso es lo que quiero valorar.
Actúan
con bondad movidos por el deseo de amar, de ayudar a los que lo necesitan, de
servir a los que se lo piden. ¿No es bastante? A veces, quizás por envidia, o
por recelo, guardo mis sospechas y juzgo. Pienso que hay segundas intenciones y
un afán de protagonismo. Me pierdo en juicios y condenas de actos llenos de
bondad.
¿Soy
yo más que Dios para juzgar al hombre? ¿Por qué no me alegro
simplemente por el bien que hacen los demás? Envidias, celos.
¡Qué pena que mis palabras enturbien la obra bien hecha!
No
me quiero dedicar a juzgar las intenciones. Ni las propias, ni las ajenas. No
hay intenciones puras. Miro mi propio corazón. Digo hacer el bien por amor a
otros, amándome a mí mismo en todo lo que hago.
Pretendo
servir con mi vida entera, con mi tiempo, con mi alma y espero cansado el
reconocimiento de todos mis actos. Me apeno ante la indiferencia del mundo, me
indigno cuando recibo críticas. ¿Y mis intenciones son totalmente puras y
generosas? No lo son. Se mezclan.
A
veces le doy demasiada importancia al eco de todas mis obras. Me incomoda el
silencio que provocan mis gestos de amor. Puede ser que esté valorando lo que
no es importante.
Como
decía Sor Verónica fundadora de Iesu Comunio: «Lo
que no tiene valor al final de nuestra vida no lo tiene ahora». Al final de
mi vida veré que lo importante son pocas cosas.
Y
entre esas pocas cosas no cuenta la opinión de los que no me aman. No pensaré
en los juicios de aquellos que no amo. No me importará la condena de mis obras
ni el desprecio de todo lo que he hecho por los demás.
Guardaré
entre mis dedos las pocas cosas importantes que sí cuentan. El amor recibido.
El amor entregado a corazones concretos. Mis renuncias, mis sueños.
Guardaré
como un tesoro el tiempo invertido en lo importante. No me olvidaré del olor del
mar, de la nostalgia de mis sueños, de la dulzura de los abrazos. Guardaré la
paz de las noches tranquilas y la música cálida de los días de sol. Recogeré
las noches rotas al nacer el día como un vestigio del amor recibido.
Conservaré
sólo algunas palabras realmente importantes que proyectan una sombra inmensa
sobre mi vida, una sombra protectora. No olvidaré aquellas decisiones
relevantes que cambiaron mi rumbo para siempre.
Sostendré
en vilo esos silencios compartidos y esas risas vertidas en tardes de ensueño.
Y
me grabaré en el pecho como una consigna la confianza dada y recibida. Ese
tesoro extraño y sagrado al mismo tiempo que me hace seguir amando con más
fuerza.
Carlos
Padilla Esteban
Fuente:
Aleteia