Dios la glorificó haciendo milagros por su intercesión y hoy sus religiosas siguen salvando del pecado y de la perdición a miles de jóvenes en todo el mundo
Esta
mujer heroica que nació en Madrid España en 1809, tuvo que pasar por
situaciones verdaderamente amargas, antes de llegar a la santidad. Era todavía
muy joven cuando murió su madre. Su padre murió también inesperadamente.
Su
hermano Luis pereció en un accidente al caerse de un caballo, y su hermanita
Engracia fue llevada imprudentemente por una niñera a ver la escena del
ahorcamiento de un criminal y la jovencita al ver esta escena se enloqueció. Le
quedaba una hermana, Manuela, pero esta tuvo que salir al destierro porque los
enemigos políticos de su esposo se apoderaron del gobierno.
Recibió
una educación muy seria. Empieza un noviazgo, y después de tres años de amistad
muy armoniosa, y muy santa con su novio, este de un momento a otro se aleja,
porque sus familiares se lo han ordenado así. Entonces las lenguas
maledicientes se dedican a hablar mal de Micaela. Ella en su autobiografía
añade: "En vez de hablar de esto con mis amistades, lo que hacíamos era
llevar cuenta de los rezos que hacíamos, y ver quién había rezado más".
Su
hermano fue nombrado embajador en París, y después en Bruselas (Micaela era de
familia de alta clase social española). Ella tuvo que acompañarlo y entonces
empezó una vida muy especial: madrugar muchísimo para alcanzar a hacer sus
prácticas de piedad, ir a la Santa Misa, comulgar y aprovechar la mañana para
hacer sus obras de caridad. De mediodía en adelante asistir a banquetes
diplomáticos, bailes, funciones de teatro, salir de paseo a caballo, rodeada de
gente de la aristocracia y mostrarse siempre alegre y sonriente a pesar de los
dolores continuos de estómago a causa de una especie de cáncer que parecía
devorarle el vientre.
Ante
tantísimos peligros para su virtud, lo que conservaba en gracia de Dios a la
joven y elegante Micaela era su comunión diaria, las mortificaciones que hacía
y el haber encontrado un santo director espiritual, el Padre Carasa. Una de sus
mortificaciones consistía en que cuando iba a funciones de teatro (donde la
gente se presenta muy deshonestamente vestida) ella se colocaba unos anteojos
que por más que esforzara la vista no le dejaban ver lo que pasaba en el
escenario.
Mientras
por las tardes y noches tenía que estar en las labores mundanas de la
diplomacia, por las mañanas estaba visitando pobres, enfermos e iglesias muy
necesitadas y dejando en todas partes copiosas limosnas (su familia era muy
adinerada). Nadie podía imaginar al verla tan elegante en las fiestas sociales,
que esa mañana la había pasado visitando casuchas y ayudando a gentes
abandonadas.
Al
volver a España la invitaron en Burdeos a una reunión en la casa del Cónsul.
Allí la esperaba el Sr. Arzobispo para pedirle que hiciera de mediadora frente
a unas monjitas que engañadas por un jansenista (los jansenistas son herejes
que dicen que quien no es santo no puede recibir ningún sacramento) se habían
rebelado contra el arzobispo. Micaela, aprovechando su admirable simpatía que
le hacía ganarse a las gentes, se fue al convento y obtuvo que las religiosas
hicieran unos días de Ejercicios Espirituales, y al final de esos Retiros, las
monjitas, presididas por nuestra santa, hicieron la paz con el Sr. Arzobispo.
El
Padre Carasa le recomendó que al volver a Madrid se entrevistara con una dama
muy santa llamada María Ignacia Rico. Así lo hizo y entonces aquella caritativa
mujer la llevó al hospital San Juan de Dios, donde estaban las mujeres de mala
vida que caían enfermas. La santa afirma que "allí sufren el olfato, la
vista, el tacto, los oídos" y que "todos los sentimientos tienen allí
ocasión para padecer". Micaela ni siquiera sabía que existía esa clase de
mujeres y nunca se había imaginado que los hombres dieran un trato tan injusto
y cruel a esas pobres criaturas, después de haberlas corrompido.
Aquel
espectáculo del hospital fue para Micaela como una revelación del cielo. Y
cuando supo no sólo la situación horrorosa de esas pobres muchachas enfermas en
el hospital, sino la espantosa vida que les esperaba cuando salieran de allí,
pensó que era absolutamente necesario hacer algo concreto para ayudarlas. Y con
su amiga María Ignacia consiguieron una casita para llevar allí las muchachas
en peligro para preservarlas, y a las que ya habían sido víctimas, para
redimirlas y salvarlas.
Y sucedió
entonces que alrededor de Micaela hubo una verdadera tormenta de
incomprensiones y abandonos aun de sus mejores amistades. Ahora se cumplía la
antigua frase de San Ignacio: "El mundo no tiene oídos para poder escuchar
tan grande estruendo". ¿A quién se le iba a ocurrir que una mujer de la
más alta clase social, emparentada con las familias más ricas y famosas de la
capital, se fuera a dedicar a cuidar prostitutas o mujeres de mala vida? Todas
sus antiguas amistades se negaron a ayudarle, y ya ni la reconocían como amiga.
Y luego
sucedió lo que ninguno había esperado: Micaela dejó su casa elegante en un
barrio rico y se fue a vivir con unas pobres mujeres de mala vida en una
casucha miserable, para poder transformarlas en personas honradas y santas.
Al
Sr. Arzobispo le llevan cuentos y calumnias y entonces él envía a un sacerdote
para que saque de la Casa de Micaela el Santísimo Sacramento. Cuando el
sacerdote llega, la santa se dedica a orar por él, y éste, después de rezar
unos minutos de rodillas, cambia de parecer y se va sin llevarse el Santísimo
Sacramento.
Le
llega un director espiritual demasiado rígido que el prohíbe hacer caso a los
mensajes interiores que Dios le da. Una voz le dice: "Micaela, se va a
incendiar la sacristía", pero ella no puede hacer caso a esto, y tiene que
dejar que suceda. Otra voz le dice: "Le echaron veneno a la comida",
pero como el director le prohibió hacer caso a esas voces empieza a comer. Sólo
que al sentir el sabor tan desagradable de aquel alimento, se dice:
"Aunque fuera sin voces, yo no me comería esto por lo asqueroso", y
se detiene. Pero alcanza a enfermarse bastante. Afortunadamente, en vez de ese
equivocado director le llega un santo de primera clase, a dirigirla, es San
Antonio María Claret, y bajo su dirección sí puede progresar grandemente en
santidad.
Son
las diez de la mañana y no hay con qué hacer desayuno para tantas jóvenes.
Llega un misionero de Filipinas y la santa le cuenta su terrible situación. El
misionero le entrega una moneda de oro que le han regalado. Corren a comprar
alimentos, y las muchachas exclaman: - ¡La superiora nos estaba haciendo una
broma diciendo que no había comida! ¡Miren qué abundante comida nos tenía por
ahí guardada!.
Cuenta
Micaela en su autobiografía: "N.N. es una muchacha que me ha hecho muchos
robos y me ha inventado cuentos horrendos. Pero yo la sigo tratando con gran
cariño, como si fuera mi mejor amiga". Más adelante añade: "Las
gentes me viven inventando mil cosas malas que nunca he hecho y ni siquiera he
pensado… pero bendito sea Dios que de lo malo que sí he hecho no saben nada!".
Un
día va a una casa de citas a rescatar a una muchacha a la cual tiene allá
obligada. La insultan, le lanzan piedras, le dicen todas las vulgaridades que
nunca había escuchado, pero ella sigue sonriendo como si estuviera recibiendo
honores, sale por entre esa multitud infernal, llevándose a la muchacha y
salvándola para siempre.
La
reina de España que la aprecia mucho la invita al palacio para pedirle unos
consejos. Entonces Micaela que en otros tiempos era una de las mujeres más
elegantemente vestidas de la capital, se va allá con vestidos viejos y
desteñidos. Las damas de la corte se burlan de ella y ni siquiera le contestan
el saludo, pero ella sale de aquel palacio muy contenta, porque pudo practicar
la virtud de la humildad.
Una
mujer mala le inventa tremendas calumnias. El obispo llama a nuestra santa y le
lanza el regaño más espantoso. El Padre Director Espiritual, P. Carasa, le
niega hasta el saludo. Micaela no se defiende. Ella recuerda lo que decía San
Francisco de Sales: "Dios sabe qué tanta cantidad de buena fama necesito,
y El me concederá la suficiente buena fama para que pueda seguir trabajando por
las almas". Después saben que todo lo que habían dicho eran calumnias, y
le piden excusas. Ella mientras tanto no había perdido la alegría ni la paz.
El
6 de enero de 1859, con siete compañeras funda la Comunidad de Hermanas
Adoratrices del Santísimo Sacramento, dedicadas a adorar a Cristo Jesús en la
Eucaristía y a trabajar por preservar a las muchachas en peligro, y a redimir a
las pobres que ya cayeron en los vicios y en la impureza.
Su
comunidad se extendió por Barcelona, Valencia y Burgos y ahora tiene 1,750
religiosas en el mundo en 178 casas.
Ella
escribiendo a sus religiosas les decía: "Difícil encontrar otra fundadora
de comunidad que haya sido más acusada, más calumniada y más regañada que yo.
Mis acciones las juzgan de la peor manera posible". Pero también podía
repetir las palabras de San Pablo: "Poco me interesa lo que las gentes
están diciendo de mí. Mi juez es Dios".
En
sus casas mandaba colocar esta bella frase, un mensaje de Dios a sus religiosas
para que no se desanimaran en la pobreza y en las dificultades: "MI
PROVIDENCIA Y TU FE, MANTENDRAN LA CASA EN PIE".
La
Madre Micaela había estado socorriendo a los enfermos en la peste de tifo negro
en los años 1834, 1855 y 1856, y había logrado no contagiarse. Pero en el año
1856 al saber que en Valencia había estallado la terrible peste del tifo, se
fue allí a socorrer a los apestados. Y se contagió de la mortal enfermedad.
Al
padre confesor le dijo: "Padre, esta es mi última enfermedad". Y en
verdad que fue la última y la más dolorosa. Calambres casi continuos. Dolores
agudísimos. El médico declaró: "Nunca había visto a una persona sufrir
tanto y con tan grande paciencia y heroísmo".
El
24 de agosto de 1856, a las 12, abrió los ojos, los elevó hacia el cielo y
murió. La enterraron sin ninguna solemnidad en una fosa ordinaria en el
cementerio.
Pero
Dios la glorificó haciendo milagros por su intercesión y hoy sus religiosas
siguen salvando del pecado y de la perdición a miles de jóvenes en todo el
mundo.
Fuente:
EWTN