PUREZA DE CORAZÓN
II. La guarda del corazón y la fidelidad según la propia vocación y estado.
III. La guarda de la
vista, de la afectividad y de los sentidos internos.
«Habéis oído que se
dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer
deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Si, pues, tu ojo
derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; más te conviene que
se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la
gehenna.
Y si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtatela y arrójala de
ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu
cuerpo vaya a la gehenna. «También se dijo: El que repudie a su mujer, que le
dé acta de divorcio. Pues yo os digo: Todo el que repudia a su mujer, excepto
el caso de fornicación, la hace ser adúltera; y el que se case con una
repudiada, comete adulterio”(Mateo 5,27–32).
I. El Señor señala en
diversas ocasiones cómo la fuente de los actos humanos está en el corazón, en
el interior del hombre, en el fondo de su espíritu; y esta interioridad ha de
mantenerse pura y limpia de efectos desordenados, de rencores, de envidias... En
el corazón se origina todo lo bueno que luego se hace realidad en la conducta
externa de la persona. En él se consolidan, con la gracia, una piedad sincera
para tratar a Dios, y el amor limpio, la comprensión y la cordialidad en las
relaciones con el prójimo.
La
pureza del corazón agranda su capacidad de amar, mientras el aburguesamiento,
el egoísmo, la ceguera espiritual son consecuencia de una interioridad
manchada. Porque del corazón provienen también los malos pensamientos, los
homicidios, los adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios,
blasfemias... Por eso advierte el Libro de los Proverbios: Guarda tu corazón
más que toda otra cosa, porque de él brotan los manantiales de la vida. El
corazón es el símbolo de lo más íntimo del hombre.
El
Señor nos señala hoy en el Evangelio de la Misa: Habéis oído que se dijo: No
cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer
deseándola, ya ha cometido adulterio en su corazón. Jesucristo declara en su
sentido más auténtico la esencia del Noveno Mandamiento, que prohíbe los actos
internos (pensamientos, deseos, imaginaciones) contra la virtud de la castidad:
también supone una transgresión de este precepto todo afecto desordenado,
aunque aparentemente parezca limpio y desinteresado, si no está de acuerdo con
la voluntad de Dios en las circunstancias de cada uno.
Para
vivir con delicadeza este Mandamiento -condición de todo amor verdadero- es
necesario, en primer lugar, tratar a Dios, para que su amor acabe por llenar
nuestro corazón. Además, es necesario evitar los motivos de tentaciones
internas contra la castidad. Éstas pueden tener lugar cuando falta la prudencia
para guardar los sentidos, cuando no se mortifica la imaginación y se la deja
vagar en fantasías que alejan de la realidad y del cumplimiento del deber, o en
busca de compensaciones afectivas, de vanidad..., o revolviendo recuerdos.
Si,
una vez advertidas esas tentaciones internas, no se rechazan con prontitud y no
se ponen los medios para alejarlas netamente, entre los que está en primer
lugar la oración humilde y confiada, se mantiene un clima interior confuso, con
falta de correspondencia a la gracia, y el alma se acostumbra a no ser generosa
con el Señor; y, si se empeña en estar en ese límite dudoso del consentimiento,
es fácil que la falta de mortificación interior llegue a constituir verdaderos
pecados internos contra la santa pureza.
Con
esa actitud se hace difícil, quizá imposible, avanzar en el camino del
verdadero progreso espiritual. Por el contrario, cuando el alma está decidida a
mantenerse limpia, con la ayuda de la gracia, o rectifica con prontitud si ha
tenido un descuido, aunque sea pequeño, entonces el Espíritu Santo, dulce
Huésped del alma, da más y más gracia. Y de ese modo se va afianzando en ella
la alegría, que es uno de los frutos del Paráclito en quienes le prefieren a Él
y renuncian a ridículas compensaciones que suelen dejar en el alma un poso de
tristeza y de soledad.
II. No sólo pide el Señor
en este Mandamiento que evitemos lo que claramente es impuro en pensamientos y
deseos contra la castidad, sino también que guardemos el corazón, defendiéndolo
de aquello que puede incapacitarlo para amar. Conservar el alma limpia
significa cuidar la intimidad, los afectos, ser prudentes para que la ternura
no se desborde y cuando no debe, ser consecuentes en todo momento con la propia
vocación y estado. Quienes han sido llamados por el camino del matrimonio deben
guardar su corazón para conservarlo siempre entregado a la persona con quien se
casaron; y esto en los comienzos y cuando pasen los años.
Y
para ello es necesario encauzar el corazón con perseverancia, vigilarlo para no
dejar que se enrede en compensaciones reales o imaginarias. Los esposos no
deben olvidar «que el secreto de la felicidad conyugal está en lo cotidiano, no
en ensueños (...). Digo constantemente, a los que han sido llamados por Dios a
formar un hogar, que se quieran siempre, que se quieran con el amor ilusionado
que se tuvieron cuando eran novios. Pobre concepto tiene del matrimonio -que es
un sacramento, un ideal y una vocación-, el que piensa que el amor se acaba
cuando empiezan las penas y los contratiempos, que la vida lleva siempre
consigo».
Aquellos
a quienes el Señor pidió un día su corazón por entero, sin compartirlo con otra
criatura, tienen además motivos más altos para conservar su alma limpia y libre
de ataduras. Sería un lamentable engaño dejar el corazón enredado en unas
pequeñeces que ahogarían -como el tallo frágil entre espinas- el amor infinito
de Dios, al cual fue llamado desde la eternidad. «¿Tú crees -pregunta San
Jerónimo- que has llegado a la cumbre de las virtudes, porque has ofrecido una
parte del todo? A ti mismo te quiere el Señor como hostia viva y grata a Dios».
El Señor da siempre su gracia para conservar el corazón intacto para Él y para
las almas todas por Él: sin compensaciones, sin hilillos o cadenas que le
impidan alcanzar las alturas a las que fue llamado, con generosidad, con
fortaleza para cortar una atadura o rectificar un afecto.
Para
la guarda del corazón es preciso primero cuidar el amor, pues una persona
desamorada en lo humano, tibia en el trato con Dios, difícilmente podrá impedir
que penetren en su alma deseos y afán de compensaciones, pues el corazón fue
hecho para amar y no se resigna a la sequedad y al hastío.
Examinemos
en nuestra oración cómo cuidamos esos momentos de nuestro plan de vida más
particularmente dedicados al Señor: la Comunión, la visita al Santísimo, el
rato de oración, el recogimiento en las horas de la noche... Miremos hoy si
nuestro trato con Jesús es un trato personal, como el de un Amigo, si huimos de
la rutina y de la mediocridad. Veamos si los afectos de nuestro corazón están
ordenados según el querer de Dios, si rechazamos con prontitud cualquier
pensamiento que los enturbien o distorsionen.
III. La guarda del corazón
comenzará en muchas ocasiones por la guarda de la vista. Entonces, el sentido
común y el sentido sobrenatural ponen como un filtro delante de los ojos, para
no fijarse en lo que no se debe mirar. Y esto con naturalidad y sencillez, sin
hacer cosas raras, pero con reciedumbre, sabiendo bien lo que se guarda; por la
calle, en el trabajo, en las relaciones sociales.
Para
conocer y querer es necesario el trato. Y para evitar que el corazón se quede
apegado a lo que no deba será necesario mantener una prudente distancia con
aquellas personas «con las que es más fácil que esto suceda» y «Dios no quiere
que suceda». Se trata de esa distancia moral, espiritual, afectiva, que se
manifiesta en evitar confidencias indebidas, manifestaciones y desahogos de
penas o disgustos... Suele haber circunstancias en las que la prudencia
aconseje incluso poner por medio una distancia física... Si hay rectitud en la
conciencia, el examen atento y sincero descubrirá una intención menos recta en
esa compañía o en esos desahogos: lo que parece quererse y lo que en realidad
se busca.
Para
evitar que se desborde la afectividad no es necesario suprimirla (no sería
posible, ni quizá humano), sino ordenarla y encauzarla según el querer de Dios:
llenar el corazón de un amor fuerte y limpio que lo defienda de afectos no
gratos a Dios.
Con
la guarda del corazón está relacionado el control de la memoria, para rechazar
escenas, diálogos, imágenes que pueden encender los rescoldos de una
afectividad que impide tener el corazón donde se debe. De modo parecido, el
refugio en una imaginación desbordada, en unos sueños fantásticos, impide estar
abiertos a la realidad cotidiana. Cuando se cede con alguna frecuencia a esta
tentación -que quizá se agudiza en momentos de cansancio, de aridez interior, o
como compensación a los pequeños fracasos de la vida normal-, se va produciendo
una falta de unidad de vida entre ese mundo interior en el que la vanidad sale
siempre triunfante, y la vida real, austera, que es la única válida para llevar
a cabo la santificación personal, para hacer el bien que Dios espera de cada
hombre, de cada mujer.
Un
alma descontenta de su situación y dada a evadirse en esa interioridad irreal y
fantástica difícilmente afrontará con generosidad y realismo lo que le
corresponde hacer en cada momento para crecer en las virtudes. ¿Cómo es posible
vivir la fantasía sin descuidar los propios deberes? ¿Cómo luchará contra sus
defectos quien, en vez de afrontarlos con humildad y esperanza, los rehúye y los
vence sólo en su imaginación? ¿Qué alegría se puede poner en aquello que exige
sacrificio cuando existe el hábito de refugiarse en el reducto de la fantasía
llena de sueños y de irrealidad? También es posible tener el corazón apegado
-atado- a personajes sacados de una película, de una novela o de la vida real,
pero con los que no se tiene trato alguno. Y el corazón así atado, y quizá
manchado, no puede subir hasta el Señor.
Examinemos
hoy dónde tenemos puesto el corazón a lo largo del día, en quién pensamos,
quién es el personaje central de nuestro mundo interior. Pidámosle a Nuestra
Señora que Jesús sea el centro real de nuestro vivir y, junto a Él, el querer
noble y limpio real, sacrificado, que Él también desea para cada hombre y para
cada mujer, según la propia vocación.
«Permíteme
un consejo, para que lo pongas en práctica a diario. Cuando el corazón te haga
notar sus bajas tendencias, reza despacio a la Virgen Inmaculada: ¡mírame con
compasión, no me dejes, Madre mía! -Y aconséjalo a otros». ¡No me dejes... no
les dejes, no les dejes, Madre mía!
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org