LAS GRACIAS ACTUALES
II. Las gracias actuales.
III. Correspondencia.
“«No penséis que he
venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar
cumplimiento. Sí, os lo aseguro: el cielo y la tierra pasarán antes que pase
una i o una tilde de la Ley sin que todo suceda. Por tanto, el que traspase uno
de estos mandamientos más pequeños y así lo enseñe a los hombres, será el más
pequeño en el Reino de los Cielos; en cambio, el que los observe y los enseñe,
ése será grande en el Reino de los Cielos” (Mateo 5,17-19).
I. La naturaleza humana
perdió, por el pecado original, el estado de santidad al que había sido elevada
por Dios y, en consecuencia, también quedó privada de la integridad y del orden
interior que poseía. Desde entonces el hombre carece de la suficiente fortaleza
en la voluntad para cumplir todos los preceptos morales que conoce. Obrar el
bien se hizo difícil después de la aparición del pecado sobre la tierra. Y
«esto es lo que explica la íntima división del hombre -enseña el Concilio
Vaticano II-. Toda la vida humana, la individual y colectiva, se presenta como
lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las
tinieblas».
La
ayuda de Dios nos es absolutamente necesaria para realizar actos encaminados a
la vida sobrenatural. No es que nosotros seamos capaces de pensar algo como
propio, sino que nuestra capacidad viene de Dios. Además, tras el pecado de
origen esa ayuda se hace más necesaria. «Nadie por sí y por sus propias fuerzas
se libera del pecado y se eleva sobre sí mismo; nadie queda completamente libre
de su debilidad, o de su soledad, o de su esclavitud»; todos tenemos necesidad
de Cristo modelo, maestro, médico, liberador, salvador, vivificador. Sin Él
nada podemos; con Él, lo podemos todo.
Aunque
la naturaleza humana no está corrompida por el pecado de origen, experimentamos
-incluso después del Bautismo- una tendencia al mal y una dificultad para hacer
el bien: es el llamado fomes peccati o concupiscencia, que -sin ser en sí mismo
pecado- procede del pecado y al pecado se inclina. La misma libertad, aunque no
ha sido suprimida, está debilitada.
Entendemos
así, a la luz de esta doctrina, que nuestras buenas obras, los frutos de
santidad y apostolado, son en primer lugar de Dios; en segundo término -muy en
segundo término-, resultado de haber correspondido como instrumentos, siempre
flojos y desproporcionados, de la gracia. El Señor nos pide que tengamos en
cuenta siempre la pobreza de nuestra condición, evitando el peligro de una
fatua vanidad. Porque a menudo -afirma San Alfonso María de Ligorio- «el hombre
dominado por la soberbia es un ladrón peor que los demás, porque roba no bienes
terrenales, sino la gloria de Dios (...).
En
efecto, según el Apóstol, por nosotros mismos no podemos hacer obra buena, ni
siquiera tener un buen pensamiento (cfr. 2 Cor 3, 5) (...). Y ya que esto es
así, cuando hagamos algún bien, digamos al Señor: Te devolvemos, Señor, lo que
de tu mano recibimos (1 Cron 29, 14)». Esto hemos de hacer con cualquier fruto
que nos encontremos en las manos: ofrecerlo de nuevo a Dios, pues bien sabemos
que lo malo, la deficiencia, es nuestra; la belleza y la bondad son de Él.
II. Como observamos en las
páginas del Evangelio, los encuentros de aquellos hombres y mujeres con Cristo
fueron únicos e irrepetibles: Nicodemo, Zaqueo, la mujer adúltera, el buen
ladrón, los Apóstoles... La acción de Dios ya había preparado lentamente
aquella almas para que se abrieran al Señor en el momento oportuno; así mismo,
tras ese encuentro singular y determinante, la gracia de Dios les acompañará,
buscando y realizando en sus almas nuevas conversiones, nuevos progresos. Otros
personajes no correspondieron, total o parcialmente, a la luz de Dios.
Nuestros
encuentros con Cristo también han sido irrepetibles y únicos, como los de estas
gentes que le hallaron en tierras de Galilea, junto al lago de Genesaret, en
Jerusalén o en un pueblo cualquiera a su paso por Samaría. Jesús está
igualmente presente en nuestro vivir, y también recibimos, por la bondad de
Dios, mociones y ayudas para acercarnos a Él, para acabar con perfección un
trabajo, para hacer una mortificación o un acto de fe, para vencernos por amor
de Dios en algo que nos cuesta...: son las gracias actuales, dones gratuitos y
transitorios de Dios que en cada alma desarrollan sus efectos de una manera
particular. ¡Cuántas hemos recibido nosotros cada jornada! ¡Cuántas más
recibiremos si no cerramos la puerta del alma a esa acción callada y
eficacísima del Santificador! Con la gracia, Dios otorga a cada hombre, a cada
mujer, no sólo la facilidad para realizar el bien, sino incluso la misma
posibilidad de realizarlo, porque las criaturas no somos capaces de cumplir
-con nuestras solas fuerzas- los mandamientos y hacer otras obras
sobrenaturalmente buenas.
Sin
Mí, nada podéis hacer, dijo terminantemente el Señor. Y San Pablo enseña que la
salvación no es obra del que quiere, ni del que corre, sino de Dios, que usa de
misericordia, de una constante e infinita misericordia. ¡Bien experimentado lo
tenemos! El Espíritu Santo nos ilumina para que conozcamos la verdad, nos
inspira y nos mueve, antecediendo, acompañando y perfeccionando las buenas
acciones. Dios es el que obra en nosotros, por efecto de su buena voluntad, no
sólo el querer, sino el ejecutar. Sin embargo, la gracia no suprime la libertad,
pues somos nosotros quienes queremos y actuamos.
Hemos
de pedir al Señor la sabiduría práctica de apoyarnos siempre en Él y no en
nosotros, de buscar en Él la fortaleza y no en la habilidad de nuestra
inteligencia o en otros recursos personales; hemos de escuchar a menudo, en la
vida práctica, la amorosa advertencia del Maestro: sin Mí, nada podéis hacer.
En la vida sobrenatural seremos siempre principiantes, empeñándonos con la
docilidad y aplicación de un niño que en todo necesita de sus mayores.
San
Francisco de Sales ilustra con este ejemplo la delicadeza del amor de Dios por
los hombres: «Cuando una madre enseña a andar a su hijito, le ayuda y le
sostiene cuando es necesario, dejándole dar algunos pasos por los sitios menos
peligrosos y más llanos, asiéndole de la mano y sujetándole, o tomándole en sus
brazos y llevándole en ellos. De la misma manera Nuestro Señor tiene cuidado
continuo de los pasos de sus hijos». Así somos nosotros delante de Dios: como
niños pequeños que no acaban de aprender a andar.
A
nosotros nos toca corresponder, manifestar nuestra buena voluntad, comenzar y
recomenzar, siendo sinceros en la dirección espiritual, teniendo el examen
particular (ese punto en el que luchamos de una manera especial) bien concreto.
Nuestras jornadas se resumirán frecuentemente en: pedir ayuda, corresponder y
agradecer.
III. Dios trata a cada alma
con infinito respeto y, por eso, porque Él no fuerza nuestra voluntad, el
hombre puede resistir a la gracia y hacer estéril el deseo divino. De hecho, a
lo largo del día, quizá en cosas pequeñas, decimos que no a Dios. Y hemos de
procurar decir muchas veces sí a lo que el Señor nos pide, y no al egoísmo, a
los impulsos de la soberbia, a la pereza.
La
respuesta libre a la gracia de Dios debe hacerse en el pensamiento, con las
palabras y los hechos. No basta la sola fe para cooperar adecuadamente: Dios
pide el esfuerzo personal, las obras, las iniciativas, los deseos eficaces...
Aunque Nuestro Señor, con su Muerte en la Cruz, nos mereció un tesoro infinito
de bienes, sin embargo estas gracias no se nos conceden todas de una vez; y su
mayor o menor abundancia depende de cómo correspondemos. Cuando estamos
dispuestos a decir sí al Señor en todo, atraemos una verdadera lluvia de dones.
La gracia, el amor a Dios, nos inunda cuando somos fieles a las pequeñas
insinuaciones de cada jornada: cuando vivimos el «minuto heroico» por la mañana
y procuramos que nuestro primer pensamiento sea para el Señor, cuando
preparamos la Santa Misa y rechazamos las distracciones que pretenden alejarnos
de lo que importa, cuando ofrecemos el trabajo...
Nadie
podrá decir que ha sido olvidado o desamparado por Dios, si hace cuanto está a
su alcance, porque el Señor concede su auxilio a todos, también a quienes están
fuera de la Iglesia sin culpa propia. Es más, el Señor, infinitamente
misericordioso y paciente, ha procurado una y otra vez, de mil maneras
distintas, la vuelta de quien se marchó con la herencia y ahora se encuentra en
una lamentable situación. Cada día sale a esperarle y mueve su corazón para que
reemprenda el camino que conduce a la casa paterna. Y cuando encuentra
correspondencia a sus gracias se vuelca en ayudas y bienes, y le anima a subir
más y más.
Si,
en esta oración personal, encontramos que nos cuesta corresponder, sigamos este
consejo: «Ponte en coloquio con Santa María, y confíale: ¡oh Señora!, para
vivir el ideal que Dios ha metido en mi corazón, necesito volar... muy alto,
¡muy alto! (...)». Y cerca de María siempre encontramos a José, su esposo
fidelísimo, que tan bien y con tanta prontitud supo realizar lo que Dios, a
través del Angel, le iba manifestando. A él podemos acudir a lo largo del día,
para que nos ayude a oír con claridad la voz del Espíritu Santo en tantos
detalles y en ocasiones tan pequeñas, y seamos fuertes para llevarla a la
práctica.
Textos basados en ideas de Hablar con Dios de F. Fernández Carvajal.
Fuente: Almudi.org